El contexto en el que los católicos vivimos nuestra fe, está marcado por una realidad que no nos puede ser indiferente. Una realidad que nos deja ver a muchos jóvenes, que, llenos de dones y cualidades recibidas de Dios, se alejan de Él y de su Iglesia porque son confundida y seducidos por teorías e ideologías que, sostenidas por la superficialidad de puras palabras, se muestran atrayentes promoviendo utopías que ensalzan el tener, el poder y el placer como valores que dan la felicidad plena. Hoy celebramos la memoria de un joven que, atraído también por las ideas de su tiempo, supo, en medio de aquellas fascinaciones y atracciones del mundo, mirar hacia otra parte, hacia el corazón de Jesús para seguirle y dar la vida por Él y su Reino. Hoy es día de san Felipe de Jesús, ese joven mexicano convertido que, inicialmente, ni quería trabajar ni quería estudiar, y que luego se fue a Filipinas de aventura y allá encontró el sentido de la vida. Su vocación y su testimonio brillan «como chispas que se propagan en un cañaveral» y muestran que es posible «ser fieles permaneciendo al lado del Señor», sabiendo que Él «ama a sus elegidos y cuida de ellos» (cf. Sab 3,1-9).
¡Cuánto necesitamos hoy jóvenes que redescubran el camino de la fe que, dejándose alcanzar por Cristo, se llenen de alegría y entusiasmo y se hagan testigos de Aquel que nos da la vida. La debilidad de la fe en muchos de nuestros jóvenes es evidente, porque han abandonado la Iglesia y con ello la condición de vivir como hijos de Dios. Muchos de ellos ya no conocen a Cristo y no solo no lo conocen, sino que han perdido el sentido de vivir en plenitud. El ambiente relativista, la cultura cerrada a los valores trascendentes, el egoísmo y la corrupción de la vida social agravan los males que muchos de nuestros jóvenes padecen. Hoy, en el Evangelio, el Señor dice: «Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga... ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si se pierde a sí mismo o se destruye?» (cf. Lc 9,23-26) Y esas palabras me calan, y no por ser joven, que más bien puedo decir como la beata María Inés Teresa, que «soy de juventud acumulada», sino porque la verdad, quisiera abrir los oídos y el corazón a tantos jóvenes extraviados, confundidos, solos, para suplicarles en nombre de Cristo que no se dejen atrapar. ¿Qué le dice el ejemplo de san Felipe de Jesús a muchos de estos jóvenes de hoy? Tal vez a la mayoría nada, pues ya no van a Misa, ya no se confiesan, ya no tienen protagonismo en la Iglesia... pero siempre está el pequeño resto que permanece fiel y siempre habrá una esperanza.
La historia nos dice que en su niñez, Felipe de Jesús era inquieto y travieso, por lo que su nana decía, refiriéndose a un árbol de la casa: «Antes reverdece esa higuera seca, a que Felipillo llegue a ser santo»... Tiempo después, Felipe, ya franciscano, emprendía el viaje desde Filipinas hasta México para ser ordenado sacerdote, pero una gran tempestad desvió el barco hacia Japón. Su mayor sueño era la de convertirse en misionero en aquel país, así que pensó que podría entregarse trabajando duro por la conversión de los japoneses. Buscó a los Franciscanos y se dedicó a la evangelización, pero sobrevino la persecución religiosa. Felipe, por su calidad de náufrago, hubiera podido evitar la prisión y los tormentos, pero eligió el camino de la cruz, compartiendo la suerte de los cristianos de aquel país. Junto a otros 26 cristianos fue llevado pie, por un mes y en pleno invierno, por pueblos y ciudades de Japón, para ser objeto de burla y escarmiento en un auténtico Vía Crucis. En la ciudad de Kyoto les cortaron la oreja izquierda y cuando se vieron a lo lejos en una colina las cruces para el tormento, Felipe corrió presuroso y abrazó fuertemente su cruz. Él fue el primero en ser crucificado, atravesado por ambos costados por dos lanzas y una más que le atravesó el pecho. Sus últimas palabras fueron: «Jesús, Jesús, Jesús». Era el 5 de febrero de 1597 y Felipe contaba con apenas 23 años. Ese mismo día, la higuera seca de su casa paterna reverdeció de pronto y dio fruto. Fue beatificado, junto con sus compañeros mártires el 14 de septiembre de 1627 y canonizado el 8 de junio de 1862. Es patrono de la Ciudad de México, de su Arzobispado y de la juventud mexicana. Que María de Guadalupe Reina de México a quien Felipillo tanto amó, proteja a nuestros jóvenes, para que a pesar de las paradojas en las que viven y se mueven, no sólo reverdezcan, sino que florezcan y den frutos en abundancia como él. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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