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"Jesús, después de
hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches,
al
fin sintió hambre" (Mt 4,2)
La Iglesia nos enseña que hay tres expresiones tradicionales de penitencia. Estas son el ayuno, la oración y la limosna. Las tres son mencionadas por Jesús en el Evangelio de san Mateo 6,1-6 y 16-18; precisamente en el Evangelio del miércoles de ceniza. El ayuno, la oración y limosna nos recuerdan que la conversión incluye todos los aspectos de la vida: «expresan conversión con relación a uno mismo, con relación a Dios y con relación a los demás».[1]
La Cuaresma es un tiempo privilegiado para entregarle a Dios, en la sencillez de cada día, pequeños sacrificios unidos a estas expresiones de penitencia a las que hacemos referencia. La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, en este tema de las penitencias, nos propone cosas sencillas y muy eficaces: «Buscar la mortificación en todas las cosas: callando cuando se viene algo jocoso que contar en la recreación, y no es necesario, porque ya reina la animación; y hablar, aunque no se tenga ganas de hacerlo, cuando está desanimada, con alguna ocurrencia agradable, para alegrar los corazones haciéndolo con el fin de agradar a Jesús; él quedará muy agradecido» (EE 1933, f. 752). [/] Hay muchas ocasioncitas: no leer una carta inmediatamente a su recibo, dejar pasar unos minutos, (según creamos necesaria su lectura) unas horas o unos días. Pero pidiéndole a Jesús en pago por cada minuto, o por cada hora de esta privación la conversión de un pecador. (Yo así lo hago cuando me mortifico en esto.) Y aún a veces quiero incluir y que salgan ganancia de todos mis intereses, que son los de Jesús» (EE 1933, f. 752). En otra parte dice: «En mis enfermedades, en mis dolores, procuraré llevar el desasimiento, el renunciamiento, el espíritu de pobreza hasta donde más pueda; me aguantaré mis dolores todo lo más posible, ofreciendo a nuestro Señor por medio de mi Madre, cada minuto de estos que me torturan, y en los que la naturaleza quisiera recibir algún alivio, por la conversión de un pecador, y a la vez por muchas otras intenciones, por todos los intereses de Jesús» (EE 1941, f. 835).
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Hoy vemos a nuestro alrededor, en medio de una crisis económica que según nos dicen es la más grande de todos los tiempos, una nueva cultura emergente a escala universal, que surge con la globalización y que tiende a la valoración de la eficacia, de la ganancia, del poseer y dominar, con detrimento de los valores éticos permanentes. A veces se producen fenómenos que pueden calificarse de «cultura de la muerte» —como decía san Juan Pablo II—: aborto, eutanasia, suicidio con colaboración «legal», opresión de pueblos pobres, imposición de anticonceptivos, esterilización etc. Esta realidad se hace «llamado urgente» a los creyentes invitándonos a la conversión. Sentirse y saberse llamados a construir una cultura del amor y de compartir: «la primacía del ser sobre el tener»[5]. El «ser» antes que el «hacer» decía Madre Inés. Ser testigos y dar testimonio de vida cristiana. Tener los mismos sentimientos de Cristo y vivir de los amores de su corazón[6] luego de haberse encontrado con él. «El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión»,[7] y «aún antes de ser acción, la misión es testimonio e irradiación».[8]
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La Cuaresma, bien lo sabemos, es un camino de penitencia y purificación hacia la Pascua, siempre con luz en el horizonte, y el ayuno es parte de esta penitencia. No cabe duda de que, desde los antiguos profetas hasta el Bautista, y lo mismo Jesús y sus apóstoles, todos practicaron y recomendaron el ayuno como camino de conversión y purificación, o de ofrenda a Dios sin más. Jesús daba por descontado que los judíos de su tiempo practicaban el ayuno, al decirles que, cuando lo hicieran, no pusieran cara triste como los fariseos, sino que se arreglaran y perfumaran (Mt 5,17). Cierto que sus discípulos ayunaban menos que los de Juan el Bautista (Lc 5,32), porque lo que más le iba a Jesús no era tanto la materialidad de comer poco, cuanto otras renuncias más profundas y valiosas a las que se referían también los profetas: «Saben qué ayuno quiero yo? Romper las ataduras de la iniquidad etc...» (Is. 58, 6-14). Madre Inés dice: «Que no rehúya ningún sacrificio, por penoso que sea; que viva siempre en comunicación con el cielo, por mi continua elevación de alma; y mientras tenga mi alma arriba, mi corazón lo tendré al pie de la cruz, en el sagrario y con el Jesús que vive en mi corazón» (Exp. Esp., f. 493). Edith Stein, una santa de nuestros tiempos, escribió: «Yo estoy contenta con todo. Una ciencia de la cruz sólo puede lograrse cuando uno llega a experimentar del todo la cruz».[10] La Venerable Concepción Cabrera de Armida (1862-1937) orientó toda su vida a la luz de la llamada de Cristo crucificado para salvar almas. Su vocación, explicaba ella misma, era la de ser «cruz viva» por un «amor amasado en el dolor». Se trata entonces de «traspasar» el dolor con la mirada fija en la mirada de Cristo crucificado. De ahí, como en el caso de la beata María Inés, nace su celo de almas y hacia ahí se orienta: «si quieres salvar almas, transfórmate en la cruz»[11]. Toda fecundidad apostólica nace de la cruz: «la cruz fecunda cuanto toca... Ese amor amasado con el dolor es el amor salvador... La cruz es el pulso del amor, y para saber sufrir, saber amar».[12] También de nuestros tiempos es san Alberto Hurtado, el sacerdote chileno que escribe: «Debemos volver... al Salvador pobre, doliente y crucificado para ser como Él y por Él, pobres, sencillos, dolientes y si fuera necesario, muertos por Él»[13]
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En el tiempo de la Cuaresma, el ayuno reviste el carácter de práctica ordinaria para educar la voluntad y santificarse diariamente. En la Historia de la Iglesia, desde la antigüedad, los monjes y las órdenes mendicantes lo practicaban como mortificación de los sentidos y reparación por los pecados propios y ajenos, como imitación y comunión con la pasión redentora de Jesucristo. Es en esta clave que están pensadas todas las prácticas penitenciales. La iglesia de todos los tiempos ha entendido la importancia del ayuno. Aquí no hay ningún secreto ni mucho menos un misterio: ¡Para aprender a ayunar hay que ayunar! No hablamos de una opción, sino de un mandato que debe ser parte de nuestra vida. Jesús lo estableció de esta manera, cuando el novio le sea quitado entonces ayunarán (Mt 9,14-15). El novio es Él y fue quitado hace más de dos mil años, por lo tanto debemos obedecer a las palabras del Señor Jesús y ayunar.
Los ministros ordenados, los religiosos, los líderes y todo cristiano tienen este llamado como lo tuvo Cristo Jesús. ¿Por qué no ayunamos? Porque el reino de las tinieblas ha inyectado su antídoto, el cual ha adormitado a la Iglesia en varias áreas. Una de ellas es el desinterés por ayunar. Vean lo que dicela beata Madre Inés: «A cumplir pues nuestra misión de cooperadores de Cristo como misioneros en el lugar en donde nos encontremos y con los medios que cada uno pueda, algunos serán sus limosnas, otros su trabajo, otros será donando sus propias vidas por completo al servicio de las Misiones. No se hagan sorditos. Cristo ha hecho tanto por nosotros, ¿Qué haremos nosotros por Él?».[14] Así, entendemos que el ayuno es un dar un poquito a cambio de lo que Él nos ha dado.
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Después de la Pasión dolorosa de Cristo, de todas sus palabras y ejemplos sobre el misterio de la Cruz; después de una tradición de veinte siglos de espíritu y práctica penitencial en la Iglesia, sería frívolo pasarse con armas y bagajes a las huestes de la posmodernidad, dando por definitivo que el sufrimiento físico o moral carece de sentido y sumándonos alegres a la cultura, no del bien-ser, sino del bien-estar. De hecho, el ayuno obligatorio en la Iglesia no es pesado, pues ha quedado hoy reducido solamente a dos días al año, el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. La abstinencia de carne no es ni sombra de lo que era y es sustituible por una obra buena todos los viernes no cuaresmales. En el caso de México se reduce solamente a los viernes de Cuaresma. Creo, no obstante, que estas dos cosas se mantienen por dos motivos, a mi juicio muy justificados, ambos con carácter de signo: su sintonía con la gran tradición de la Iglesia y su denuncia simbólica de que no sólo de pan vive el hombre. Privarse del alimento material facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de la misericordia del Señor.
Dios, su Reino, el gozo de la Resurrección de Cristo, constituyen la esperanza de todo creyente, por eso Cristo es la esperanza de la Virgen María. Ella entra en el misterio pascual acompañando al Cristo sufriente al pie de la Cruz, confiada en la esperanza de la resurrección. Ella no sabe imaginarse la resurrección, no puede pensar cómo serán las cosas en el futuro, como aparecerá ahora su Hijo revestido de poder, ni cómo será el futuro cuando Cristo ya haya resucitado. Ella dispone solamente de la fe que supera toda eventualidad producida por la muerte. Ella, desde que Jesús había nacido de su vientre en el portal de Belén, sabía que no se trataba de un Hijo suyo nada más... Ella comprende ahora porqué ni la muerte puede representar una conclusión de la vida de Cristo. Ella espera algo más porque mantiene vivo el hambre y la sed de Dios.[15]
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El Evangelio de san Lucas muestra a María atareada en un servicio de caridad hacia su parienta Isabel, con ella permaneció «unos tres meses» (1,56) luego de encaminarse presurosa para atenderla durante el embarazo. «Magnificat anima mea Dominum», dice con ocasión de esta visita —«proclama mi alma la grandeza del Señor»— (Lc 1,46), y con ello expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino experimentar el hambre y la sed de Dios y dejar espacio a Él, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno.[17]
En el mensaje para Cuaresma, en el año dedicado a la Misericordia, el Papa Francisco insistía: «No perdamos este tiempo de Cuaresma favorable para la conversión. Lo pedimos por la intercesión materna de la Virgen María, que fue la primera que, frente a la grandeza de la misericordia divina que recibió gratuitamente, confesó su propia pequeñez (cf. Lc 1,48), reconociéndose como la humilde esclava del Señor (cf. Lc 1,38). Así pues, no perdamos esta valiosa oportunidad de empezar una nueva vida con el ayuno y la oración.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica #1434
[2] RMi 91.
[3] San Juan de la Cruz, “Avisos”, n. 101.
[4] Gal 2, 19.
[5] EV 98
[6] Cf Flp 2,5.
[7] Redemptoris Missio # 42.
[8] Redemptoris Missio # 26.
[9] Jn 20,20 Lc 24,40.
[10] Edith Stein Werke, IX, 167. “La ciencia de la cruz”, Burgos, Edit. Monte Carmelo 1986. Ver: F. OCHAYTA, “Edith Stein nuestra hermana”, Sigüenza 1991; F.X. SANCHO, “La ciencia de la cruz de Edith Stein”, “Teresianum” 44 (1993) 323-352.
[11] Cuenta de Conciencia 4/197-199.
[12] Cadena de Amor, 14,15. Ver especialmente la Cuenta de Conciencia.
[13] Citado en «Es tiempo de amar. Padre Alberto Hurtado», Compendio de la vida y obra del P. Alberto Hurtado Cruchaga, preparado por motivo de su canonización. Ed. Desafío, Santiago de Chile, Septiembre 2005, p. 40
[14] A una Hermana Misionera Clarisa y a un grupo de vanclaristas, Noviembre 30 de 1977
[15] Cf. A. Von Speyr, “L’ANCELLA DEL SIGNORE”, sin editorial ni año, p. 133.
[16] Cf. Rm 8,35.37
[17] DCe 41.
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