viernes, 2 de febrero de 2018

«La presentación del Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


Una inmensa gratitud a Dios, que, en Cristo, quiso hacerse familia con nosotros (Heb 2,14-18), es lo que uno puede expresar en esta fiesta de la Presentación del Señor al leer la segunda lectura que la liturgia propone para la Misa de hoy. El autor de Hebreos, luego de mostrar a través de muchos pasajes del Antiguo Testamento que Jesús es superior a los profetas y a los ángeles y que gobierna a la diestra del Padre como el único que puede recibir el título oficial de «Hijo de Dios», siendo Dios mismo y Señor del universo, nos presenta a Jesús como el Dios que se hizo carne para identificarse con el hombre y ser su salvador. Jesús, al morir venció a Satanás, quien tenía el imperio de la muerte, librando así a los hombres de la servidumbre temerosa que resultaba del poder de la muerte y de Satanás. Pero el Hijo de Dios no ayudó a los ángeles, sino a los hombres de la fe, los descendientes de Abraham; así Jesús, el Dios hecho hombre, es el mejor sumo sacerdote en favor del hombre y a la vez su mejor hermano y amigo, su familiar más cercano, ya que siendo Dios Todopoderoso se hizo como uno de ellos, siendo tentado como el resto de humanos, pero muriendo y expiando los pecados del pueblo. Por lo tanto, este Jesús, que hoy es presentado en el Templo aún siendo un niño pequeño, se ha constituido en el mejor sacerdote que puede interceder por los creyentes delante del Padre, y está dispuesto a socorrernos en nuestras tentaciones y necesidades: «Luz que alumbra a las naciones».

El relato de la presentación del Niño Jesús en el Templo, nos deja ver la familiaridad que Dios puede adquirir con aquellos que le dejen entrar en sus vidas. «No hay nada más hermoso que haberse dejado alcanzar por él», afirmaba el Papa Benedicto en una ocasión. El relato de san Lucas sobre la presentación es siempre —por lo menos para mí— desconcertante. Cuando José y María se acercan al Templo, no salen a su encuentro los sumos sacerdotes. Dentro de unos años, ellos serán quienes lo entregarán para ser crucificado. Jesús, desde pequeño, no encuentra acogida en entre aquellos que sienten seguros de sí mismos y se olvidan del sufrimiento de los pobres. Tampoco aparecen por ahí los maestros de la Ley que predican sus «tradiciones» en los atrios de aquel Templo maravilloso. Años más tarde, ellos rechazarán a Jesús por curar enfermos quebrantando la ley del sábado. Así, Jesús niño no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que no ayudan a ser familia. Quienes acogen a Jesús son dos ancianos de fe sencilla y corazón abierto que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios y que son portadores del amor familiar de un abuelo, de una abuela. Sus nombres parecen sugerir que son personajes simbólicos. El anciano se llama Simeón (El Señor ha escuchado) y la anciana se llama Ana (Regalo). Ellos representan a tanta gente de fe sencilla que, en todos los pueblos de todos los tiempos, viven con su confianza puesta en Dios y se hacen familia de muchos. ¿Quién de nosotros no recuerda a alguien así en casa o en la comunidad?

Simeón y Ana pertenecen a los ambientes más sanos de Israel. Son conocidos como parte del grupo de los Pobres de Yahvé: «Los Anahin» que esperaban con sencillez la llegada del Mesías. Son gentes que solo esperan de Dios la consolación que necesita su pueblo, la liberación que lleva buscando generación tras generación, la luz que ilumine las tinieblas desesperanzadoras en que viven tantas familias de esa y otras tierras. Ahora sienten que sus expectativas se cumplen en Jesús. Esta fe sencilla y familiar que espera de Dios la salvación definitiva, es la fe de la mayoría de los creyentes. Una fe tal vez poco cultivada, que se concreta casi siempre en oraciones torpes y distraídas, una fe que se formula en expresiones poco ortodoxas y que se despierta sobre todo en momentos difíciles de apuro. Una fe tan sencilla y familiar que Dios no tiene ningún problema en entender y acoger. Es la fe que tal vez muchos «sabios y entendidos» de este mundo globalizado necesitamos recobrar. Simeón y Ana nos enseñan a recibir a Dios como familia. Bendicen a Dios y bendicen a sus padres. Por eso, no podemos celebrar esta fiesta sin escuchar la invitación del Señor a recibirlo en familia. En familia celebremos la luz de su llegada, en familia compartamos —como se hace en muchas partes de América— los tamales y el chocolate, en familia hagamos un espacio para que el Niño Dios, que hoy es presentado en el Templo, nos haga ir al Templo con él y agradecer que en él y en quienes quieren ser como él, hay una luz inmensa que ilumina las tinieblas de la humanidad. ¡Feliz fiesta de la presentación del Señor!

Padre Alfredo.

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