jueves, 1 de febrero de 2018

La Jornada de la Vida Consagrada cada 2 de febrero...


La celebración de la Jornada de la vida consagrada, que este año lleva por lema: «La vida Consagrada, encuentro con el Amor de Dios», es una celebración que  fue instituida siguiendo el deseo del san Juan Pablo II, el 2 de febrero de 1997, quien la celebró por primera vez en esa ocasión. En la exhortación apostólica post-sinodal «Vita consecrata» (sobre la vida consagrada), el santo Papa escribía: «En realidad, la vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que "indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana" y la aspiración de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con el único Esposo» (VC. 3). Estas palabras deben resonar siempre en el corazón de toda personas consagrada, y cada año, en esta fecha, la Iglesia Esposa nos repite la invitación a mirar el futuro con esperanza, contando con la fidelidad de Dios y el poder de su gracia, capaz de obrar siempre nuevas maravillas: «¡Ustedes —decía san Juan Pablo— no solamente tienen una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Pongan los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu les impulsa para seguir haciendo con ustedes grandes cosas» (VC. 110). San Juan Pablo, deseando que esta experiencia se extendiera a toda la Iglesia, proclamó la celebración de la «Jornada de la vida consagrada» como un día anual  que reúna a las personas consagradas junto a los otros fieles, para cantar con la Virgen María las maravillas que el Señor realiza en tantos hijos e hijas suyos y para manifestar a todos que la condición de cuantos han sido redimidos por Cristo es la del «pueblo a él consagrado» (Dt 28,9).

Las personas consagradas reciben un don, una vocación, una llamada especial, para vivir entregadas a Dios y al servicio de la Iglesia y para ser luz del mundo. Solo desde la fe, se puede entender esta opción de vida. Pero es cierto también que la fe nos arraiga a todos los bautizados en el sentido de nuestra vida, que hunde sus raíces en un Dios que nos habita, nos llama, nos tiene tatuados en la palma de sus manos, y diariamente otea el horizonte para ver si volvemos a Él hambreando su Misericordia y queriendo ser luz para llevarla a todas las naciones. Así, la misión de la vida consagrada en el presente y en el futuro de la Iglesia, en el umbral del tercer milenio, no se refiere sólo a quienes han recibido este especial carisma, sino a toda la comunidad cristiana porque de una u otra manera, todo miembro de la Iglesia tiene algo que ver con la vida consagrada.

Es por eso muy significativo que, para esta jornada anual, se haya elegido la fiesta de la Presentación del Señor, cuya  celebración no es de fecha reciente, sino que se remonta a Jerusalén, en donde se sabe que ya en el siglo V se festejaba, y en Roma desde el siglo VII. Esta celebración, que se lleva a cabo en dos fases: La Bendición y procesión con las candelas, en un lugar fuera del Templo y  la Santa Misa solemne. Por esta razón también se le llama Fiesta de las luces o de la Candelaria. Desde el saludo inicial el sacerdote que preside nos recuerda el Nacimiento de Jesús cuarenta días antes y nos narra que ahora es llevado al Templo para ser presentado al Señor y cumplir así con la Ley, pero sobre todo para encontrarse con el pueblo creyente que anhela su llegada: «Luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel» (Nunc Dimitis). El Evangelio que la Iglesia proclama en esta fiesta es algo que debe resonar en cada corazón y es, digamos así, lo más importante del día luego de acrecarse al Señor en su Eucaristía. Hoy mucha gente se conforma con ir a la Iglesia «de carrerita» a llevar la imagen del Niño Dios para que le echen agua. ¡Cuánta falta nos hace la Palabra de Dios y qué bien nos hace hoy detenernos un poco a escucharla en el texto que dice así: 

«Cuando, según la Ley de Moisés, se cumplieron los días de la purificación, subieron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que dice la Ley del Señor. Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo.

Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: "Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: "Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones". 

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con sus marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquel preciso momento, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc. 2,22-38).

En esta escena evangélica se revela el misterio de Jesús, el consagrado del Padre, que ha venido a este mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf. Hb 10,5-7). Simeón lo indica como «luz para iluminar a las naciones» (Lc 2,32) y preanuncia con palabra profética la suprema entrega de Jesús al Padre y su victoria final (cf Lc 2,32-35). La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la donación total de la propia vida, por quienes han sido llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, «los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente» (VC. 1). La Virgen Madre, que llevó al Templo al Hijo para ofrecerlo al Padre, expresa muy bien en esta fiesta la figura de la Iglesia que continúa ofreciendo sus hijos e hijas al Padre Misericordioso, asociándolos a la única oblación de Cristo, causa y modelo de toda consagración en la Iglesia. En Roma y en el mundo entero, esta fiesta del 2 de febrero congrega espontáneamente en torno al Papa y a los obispos diocesanos a numerosos miembros de institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, para manifestar conjuntamente, en comunión con todo el pueblo de Dios, el don y el compromiso de la propia llamada, la variedad de los carismas de la vida consagrada y su presencia peculiar en la comunidad de los creyentes que es luz para todas las naciones.

Ojalá que el Fuego de la Pasión, en el encuentro con el Amor de Dios, siempre de la mano de María, o más bien, en los brazos de María como el niño Jesús, alumbre el corazón de cada consagrado y consagrada en el mundo y caliente el corazón de cada bautizado para que salgamos todos al mundo con una luz nueva y provocadora mostrando la riqueza de vivir para el Señor, sabiéndose amados y queriendo llevar su amor a todos hasta encontrarnos cara a cara, cuando Él lo disponga, con el rostro de Dios. Así, celebramos este día 2 esta jornada: «La vida Consagrada, encuentro con el Amor de Dios»

Padre Alfredo.

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