¡Me encanta el domingo! Es el día en que puedo compartir la Eucaristía una, dos, tres o más veces con mucha gente, a diferencia de entre semana en que, como la Misa no obliga, es poca la asistencia -a menos que alguien se haya muerto y haya novenarios y depósitos de cenizas-. La Misa del domingo es una oportunidad hermosa de unirnos en la fe para alabar al Señor, trayendo, a una celebración viva, lo que cada día hacemos para gloria de Dios (1 Cor 10,31-11,1) y fortalecernos con la Eucaristía y la Palabra. Yo sé que celebrando la Misa dominical con una liturgia viva, alegre y vigorosa, se estimula la esperanza de quienes viven en medio de este mundo que a veces, por las condiciones que les rodean, es medio gris. El domingo, al saludar a los feligreses al término de cada Misa, me gusta palpar cómo encuentran muchos en la Celebración Eucarística una especie de astillero en el que se repara la esperanza herida por los altibajos de la vida. Hoy, por ejemplo, la liturgia es muy confortadora. San Pablo nos recuerda que el Señor está siempre con nosotros y que todo debemos hacerlo para gloria de Dios, aún esas cosas que no lucen, que no se aprecian o tal vez hasta se desprecian, en un mundo que ya no sabe mucho de educación y de atención a los demás. San Pablo dice que él no busca su propio interés sino el de los demás para que se salven.
También la liturgia de la palabra del día de hoy nos pone en alerta ante la desesperanza que puede surgir en la lucha de cada día por hacer presente a Dios en donde se le ha sacado o hecho a un lado. Los discípulos-misioneros somos un signo público de esperanza. Es en el entorno en que nos movemos en donde repercute no solo lo que hacemos u omitimos en nombre de Dios, sino también la manera de cómo lo hacemos. Una vida que se desgasta por los demás, siembra alegría y pone esperanza en donde no la hay. Este domingo, el último antes de la Cuaresma, vemos a Jesús que llena de esperanza el corazón de un pobre leproso que con humildad se le acerca y le suplica: "Si tú quieres, puedes curarme" (Mc 1,40-45). ¡Es esperanzador el Evangelio de hoy! En el relato es el enfermo quien se acerca con esperanza a Jesús. Jesús le autoriza a romper la distancia de seguridad que marcaba la Ley y le permite que hable. El Maestro lo acepta y toca al leproso, lo cual estaba completamente prohibido. Es cierto que podría haberle curado sin rozarle, con solo una palabra, pero le toca y eso en presencia de todos, de las multitudes que le seguían cotidianamente. Para que no quepa duda de que su gesto es humano y humanitario, un gesto que colma la esperanza de aquel pobre como colma la esperanza de muchos hoy que viven sumergidos en el dolor de tantas lepras de diversas clases que existen en la humanidad.
¡Qué dura era la vida de un leproso en tiempos de Cristo! Los libros del Deuteronomio y del Levítico, marcaban las reglas a seguir para con ellos (cf. Lev 13,1-2.44-46). Al mismo tiempo que se veía la enfermedad física, se consideraba al enfermo como castigado por Dios, culpable de un pecado, tal vez oculto, que en definitiva era la causa de aquel mal. Así, el pobre leproso no sólo tenía que sufrir su dolencia física, sino que además tenía que padecer, desesperanzado, la humillación y la vergüenza de ser considerado un hombre empecatado. También nuestra carne está enferma y podrida. El corazón se inclina muchas veces al orgullo y a la vanidad, al egoísmo y la soberbia, a la pereza y la sensualidad. También nosotros, en cada Misa -en especial en la del domingo- como aquel leproso, contemplamos a Jesús y entre oraciones, cantos y alabanza, escuchando su Palabra y alimentados con su Cuerpo y con su Sangre, esperamos que nos mire y se compadezca de nosotros, tan sucios y podridos quizás, tan llenos de desesperanza por el propio pecado y el que nos rodea. Desde lo más hondo de nuestro ser repetimos la sencilla plegaria del leproso: "Señor, si tú quieres, puedes curarme". Así una y otra vez. Podemos estar seguros de que Jesús volverá a enternecerse, nos llenará de esperanza y nos dirá: "¡Sí quiero: Sana!" Qué María santísima, la toda pura, Nuestra Señora de la Esperanza, nos aliente a acercarnos a su Hijo Jesús y a vivir intensamente la Misa dominical que a mí tanto me fascina.
Padre Alfredo.
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