Literalmente voy bajando del avión. Salí de Tel-Aviv ayer a las 4.·30 de la tarde y aterrizamos a las 4:00 de la mañana de hoy aquí en mi queridísima selva de asfalto luego de una escala de dos horas en Amsterdam. ¡El mundo es un pañuelo! dice mi padrino el padre Esquerda y es verdad. Ayer celebré Misa de Acción de Gracias en la capilla de Notre Dame en Jerusalén pidiendo por todos y ahora, dentro de un ratito, a las 8 aquí en mi querida comunidad de Fátima con el mismo cariño y gratitud para con todos por esta experiencia que no terminaré ni de agradecer ni de hablar de ella toda la vida. Pero vamos a lo que el Señor nos tiene para hoy en su palabra. Empiezo nuevamente hablando con Salomón, quien con profunda sabiduría reconocía en los inicios de su reinado que esa gracia —la misma sabiduría— era un don venido de lo alto, porque así se lo había pedido él al Señor y sabía que aun el cielo, en toda su inmensidad, no puede contener la grandeza y la gloria de Yahvé. Dios es omnipresente, está en todas partes como lo aprendimos en el catecismo: «Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar». Nosotros también, como el sabio rey, sabemos que Él, en todo su esplendor, es trascendente y siempre fiel, es decir, está más allá de los límites de su propia creación. Entre otras cosas, Salomón sabía que Dios había atribuido a su padre David la idea del Templo. El Señor, en verdad, había cumplido su Palabra. Salomón reconoce que simplemente es el ejecutor de los planes de David de edificar una casa para el Señor y sabiendo todo esto, entiende que el Templo debe ser un espacio para darle honra y alabanza en un lugar concreto y dedicado especialmente a él, a sabiendas de que Yahvé escuchaba al pueblo en todas partes. Allí, en la dedicación de este majestuoso lugar, Salomón hace una de las más bellas oraciones que la Sagrada Escritura nos pueda presentar (1 Re 8,22-23.27.30). Lástima que con el tiempo se olvidó de que la sabiduría que le hacía hablar así venía de lo alto y perdió piso. ¡Un aviso para nosotros!
Salomón, como Rey, no dedicó el templo desde dentro del templo, porque no era sacerdote. Sin embargo, afuera (2 Cro 6,13), en un gesto de rendición, apertura y de una lista recepción, reconoce que Dios es único. Los supuestos dioses de las naciones no se pueden comparar con Él. Salomón reconoce a Dios como el hacedor y guardador de las promesas que ha cumplido a David su padre y por eso hay un lugar especial de su presencia en el templo, aunque Él sea más grande que el mismo templo. Así, la Palabra de Dios hoy recalca la importancia de un lugar sagrado para encontrarnos con el Señor como personas y como comunidad, pues Salomón le pidió al Dios misericordioso que inclinara su oído hacia el rey y hacia el pueblo, pero esa oración, como hasta nuestros días, habría de ser una oración que brotara desde lo profundo del corazón y no solamente una oración de labios hacia fuera, de esas que se quedan en una hipócrita exhibición con el corazón lejos de Dios, que es lo que luego vendrá a reprochar Jesús en el Evangelio de hoy: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7,6).
Jesús, como Salomón, ora al Padre, y quiere, de cada uno de sus discípulos—misioneros, una oración que no sea solamente un conjunto de fórmulas hechas y pronunciadas labios hacia afuera. Al enseñar a orar, se interesó en la situación particular de cada uno como hermano e hijo de un mismo Padre. La manera de orar que nos enseña, por ejemplo, en el «Padrenuestro», abre el corazón a verse ante Dios y a presentarse ante él no como una isla, sino como parte de una comunidad que se hace familia para confiar en su paternidad siempre misericordiosa. Jesús, cuando oramos, ora en nosotros y le presenta al Padre nuestros gozos y esperanzas, nuestros sufrimientos y todo aquello que nos impide ser libres y espontáneos. Esta oración en Cristo no obedece a otra cosa, sino a una genuina valoración de cada persona que encontraba en el camino y que sentía su familia: «Padre, que todos sean uno como tú y yo somos uno» (Jn 17,21). La propuesta de Jesús para orar invitaba a los hombres de su tiempo a liberarse de la pesada carga moral, económica y cultural que suponía cumplir los más de seiscientos preceptos que estaban vigentes para regular todos los aspectos de la vida personal y comunitaria. La oración de Jesús es siempre una oración de uno y de todos. Es la oración de María en el Magníficat o en la espera del Espíritu. es la oración de los que han sido curados, es la oración del silencio y de la alabanza que brota del corazón de quien se sabe amado, perdonado y salvado. Sería bueno preguntarse hoy: ¿cómo es mi oración?, ¿es mi oración un conjunto de palabras que solamente resuenan hacia el exterior?, ¿dejo que Jesús ore en mí y me haga familia con la humanidad como pueblo de Dios? ¡Creo que hay mucho por hacer y profundizar! Bendecido martes y aquí estoy de nuevo dando lata.
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario