La Octava de Navidad nos recuerda que Cristo es la luz de las naciones, ha nacido para nuestra salvación y Él no conoce de fronteras ni diferencias raza, color o nación. Así lo declara el anciano Simeón cuando Jesús Niño es presentado en el templo y él exclama: «Mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos, luz que alumbra a las naciones...» (Lc 2,30-32). El Niño Dios recién nacido, es una luz que brilla en las tinieblas, una luz que es capaz de encender los corazones que lo acepten como Salvador y se dejen iluminar el camino de la vida de cada día. Sin embargo, el apóstol san Juan nos dice, en la primera lectura de la Misa de hoy que, «quien afirma que está en la luz y odia a su hermano, está todavía en las tinieblas» (1 Jn 2,11). Evidentemente, la luz de Cristo está siempre unida a nuestra condición de discípulos, misioneros y hermanos. Nuestra fe de católicos es una fe que crea fraternidad y nos lleva a ser solidarios, más hijos, más hermanos, más padres y madres de las almas. Nuestra fe, vivida así, es fuente de verdadera solidaridad con los demás al estilo de Cristo, que ha venido al mundo haciéndose como uno de nosotros menos en el pecado. De lo contrario, nuestra fe es solamente una especie de adorno, no una fe auténtica.
Hoy en día, la fe de algunos cristianos — incluso muy cercanos a nosotros— corre el peligro de debilitarse y dejar de ser «luz» para los demás, porque se dejan llevar voluntariamente de aquí para allá, interrumpen la oración, rezan atropelladamente, y no salen de su superficialidad aun cuando comulguen —incluso sin haberse confesado—, pero no salen de su corazón, se convierten en un instrumento del enemigo que entibia el alma hace que no se tome en serio la búsqueda de una vida de santidad. Es increíble que hoy, un anciano llamado Simeón, que recibe al Niño Jesús en brazos, viene a entusiasmarnos con Ana la profetiza a abrazar el amor divino para ser luz con Él y alumbrar a las naciones colaborando a que brille el verdadero amor. San Juan de la Cruz, el eximio Doctor de la Iglesia decía: «Al atardecer de nuestras vidas te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado, deja tu condición...» (Obras completas: Dichos de luz y amor, 59. página 48. BAC. 1982). Simeón y Ana, los dos ancianos que esperan al Divino Niño en el templo, nos recuerdan que a pesar de la edad que cada uno tengamos —de 40 y meses como dijo la viejita— el atardecer de la vida está cada vez más cercano, y ¡ay de mí, si no he sido esa lucecita que ilumina con el amor de Cristo al hermano y lo rechaza con insolencia y soberbia porque no sabe lo que yo, porque es pobre, porque no es de mi condición. Lo que nos ayudará a que las puertas del Reino de los cielos estén abiertas en ese examen del atardecer, es la calidad de luz que seamos para el hermano. Examinemos, hoy, a la luz de la Navidad y de la presentación del Niño Dios al templo, si nuestras obras, pensamientos, y no solo palabras, iluminan con la caridad de Cristo as quienes nos rodean, si no es así, seamos valientes, pidamos luz al Señor con insistencia, el Señor nos lo concederá, y el enemigo se debilitará ante el poder del deslumbrante amor de Dios que esparzamos.
El anciano Simeón se dio cuenta de que en sus manos estaba aquel que hizo de la caridad fraterna el sello y el certificado de garantía de las promesas. Dios hecho hombre nos hace a todos hermanos, amigos y, por tanto, hijos. En esto consiste el caminar en su luz: en ser un poco más hijos, un poco más amigos y un poco más hermanos. En estos días muchos arbolitos de Navidad fulguran por aquí y por allá, todos llenos de «diminutos foquitos» que todos juntos y en una combinación hermosa de brillos y de colores, o con un blanco resplandor, alumbran nuestros hogares. Pidamos al Señor en este día la gracia de ser como esos foquitos e iluminar con la alegría cristiana este mundo que muchas veces camina en la tristeza y en la penumbra del error. Deseo a todos mis lectores que tengan todos un buen día, que sigan gozando del deleite espiritual de la Navidad y que la Virgen María, que sabe mucho de estas cosas, nos envuelva bajo su manto de ternura y misericordia como arropó al Niño Dios. También espero que Simeón y Ana, nos dejen pensando en que la vida es corta y hay que seguir e imitar a Cristo luz de las naciones, para devolver a nuestra sociedad el amor que ha extraviado confundido y obcecado, en la oscuridad que produce la exagerada pronunciación de los verbos «consumir», «comprar», «poseer», «competir»...
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario