El día de ayer, en el primer libro de Samuel, se nos habló de Ana, el primer personaje de ese libro sensacional. Ella nos dejó la imagen de una mujer que derramó su alma ante Dios suplicándole le concediese la petición más importante de su vida. Ciertamente que hay peticiones que ningún poder humano puede conceder. Ana nos enseña que la oración puede transformarse en un clamor, como la oración de un salmo. La liturgia de hoy, en el salmo responsorial, pide al Señor que nos descubra sus caminos y nos guíe con la verdad porque en él tenemos puesta nuestra esperanza (Sal 24). Solo Dios puede venir a llenar el vacío que la aparente abundancia del mundo deja en el corazón. Vivimos en un mundo que ama el poder, que busca a personas por dinero o fama, que quiere la fuerza, la capacidad, la energía, el poseer. Por su parte, el profeta Malaquías, en la primera lectura de hoy (Mal 3,1-4.23-24) nos dice que ya va llegando el Señor, nuestro Salvador y no viene como los poderosos, ni está entre los fuertes, El Señor viene a reconciliar a los pequeños, a los débiles. Malaquías nos dice que el Señor viene a refinar al pueblo como se refina el oro y la plata. La beata María Inés dirá que la miseria se funde con la misericordia.
Malaquías es un profeta que no tiene vacío el corazón, lo tiene lleno de Dios y quiere que nosotros abramos el corazón para recibirlo con gozo. La Biblia siempre nos presenta a un Dios que atiende al que se sabe pequeño, pobre, necesitado. El mensaje del Evangelio de hoy (Lc 1,57-66) nos habla del nacimiento de Juan el Bautista. La manera en que san Lucas describe este hecho, evoca las circunstancias del nacimiento de las personas que, en el Antiguo Testamento, tuvieron un papel importante en la realización del proyecto de Dios y cuya infancia ya parecía marcada por el destino privilegiado que iba a tener: Moisés (Ex 2,1-10), Sansón (Ju 13,1-4 e 13,24-25) y Samuel (1Sam 1,13-28 e 2,11) de quien hablábamos ayer. Juan es el precursor de Cristo. Ya desde su nacimiento e infancia tiene una misión muy especial, él apunta a Cristo. «¿Quién será este niño?» Él es «la voz que grita en el desierto» (Jn 1, 23), animando a todos a preparar los caminos del Señor. No es él el Mesías (Jn 1, 20), pero lo indica con su predicación y sobre todo con su estilo de vida ascética en el desierto. Él entretanto «crecía y se fortificaba en el espíritu. Vivió en regiones desérticas hasta el día de su manifestación a Israel» (Lc 1, 80). Un gran mensajero, el mensajero. Todos, como discípulos-misioneros de Cristo, estamos llamados con nuestra vida a ser una especie de «Juanes Bautistas», y hacer lo que él: señalar quién es el Cordero de Dios. «Este es el Cordero de Dios» decimos en cada Misa.
Nuestro ser y que hacer en cada una de nuestras vocaciones específicas —laico casado o soltero, religioso, sacerdote— debe ser señalar con el dedo dónde está Jesús, dónde se le puede encontrar, dónde quiere nacer de nuevo entre nosotros. Estamos ya casi terminando el tiempo del Adviento para celebrar la Navidad invitados a ser mensajeros entre nuestros hermanos, con humildad y sencillez, sabiéndonos pequeños, pero poniendo nuestra miseria al servicio de la misericordia divina actuando con valentía y capacidad profética, denunciando toda forma de denigración e injusticia. Para ello, hay que tener ojos para ver a los mensajeros que Dios nos ha enviado en nuestra vida, así también nosotros podremos ser mensajeros para otros, podremos ser un Juan el Bautista que ayude a otros a encontrar al Señor, al Cordero de Dios. Cuando el pueblo de Dios estaba bajo el imperio romano, sufriendo y clamando por ayuda, Dios les envió un niño quien derrotará al mal, a la muerte y al pecado, no con la fuerza, sino con un símbolo de pequeñez y miseria humana: la cruz. Como me decía Paco García Coronado ayer en un mensajito de Whatsapp: «Dios vino a este mundo en los brazos de María y dejó este mundo bajado de la cruz en los brazos de María». ¡Qué ella, ansiosa ya de que llegue Jesús a este mundo, nos ayude a poner también nuestros brazos, pequeños, pobres, sencillos, para recibirlo y dejar que toda la humanidad se acerque a adorarle!... ¡Qué todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero! Que tengas un sábado lleno de bendiciones y de amor con gratitud al «Hágase» que pronunció María.
Padre Alfredo.
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