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En la escena de la Anunciación (Lc 1,26-38), se pone la última piedra de la casa prometida por Dios a David. Se pone, a la vez, la primera piedra del auténtico e indiscutible templo de Dios entre los hombres. El cielo se acerca a la tierra y la tierra escogida para levantar este santuario es María. Ahora las promesas hechas a David se cumplen: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre... y su reino no tendrá fin». En María, la esclava del Señor, tenemos una verdadera creyente, obediente en la fe. Al sentirse favorecida del Altísimo, ella no le responde que la deje pensar un tiempo para calcular las ventajas y los riesgos de aquella propuesta. María reproduce el gesto de Abraham, padre de los creyentes, cuando deja su patria para irse hacia lo desconocido. La persona que obedece a Dios en la fe, se confía en el Altísimo como un pequeñito en los brazos de su madre. Por eso María cierra la escena de la Anunciación con unas palabras que son paradigma de la actitud del creyente: disponerse en obediencia y confiadamente a ser instrumento de la acción de Dios: «Hágase en mí según tu palabra».
Así, el nacimiento del Mesías, de la estirpe de David, es el cumplimiento de la gran promesa que Dios había hecho a su pueblo, la cual se inscribe en la realidad del inminente nacimiento del Niño Dios en Belén. Cada uno de nosotros, predicando a Cristo Jesús, ayudamos a revelar al incrédulo y anestesiado mundo de hoy por el materialismo, un misterio mantenido oculto durante siglos y puesto de manifiesto para este tiempo que nos toca vivir. Realmente, nosotros, en este día de gran cercanía a la Navidad —último domingo de Adviento— hemos de meditar en ese misterio del nacimiento de un Niño que esperaron muchas generaciones y que pronto va a estar entre en nosotros para hacer que nazca en cuantos corazones nos rodeen, porque, entre tanta fiesta atrapada por el consumismo, nuestro mundo «católico» ha comenzado a olvidar el Milagro de Belén. Vivimos en una sociedad cada vez más alejada de lo transcendente, de lo divino y más estancada en lo tangible, en lo limitado, en lo superfluo. Nuestra sociedad, para celebrar la Navidad, se ha inventado unos dioses que siempre fallan y que nada tienen que ver con el Dios que nos salva, con el Emmanuel, con el Dios entre nosotros. Los centros comerciales están atestados y seguramente en estos días estamos asistiendo a la antesala de una crisis económica que viviremos los primeros meses del año, cada vez más difíciles, semanas y semanas que no reflejarán otra cosa que el contraste de un pecado de avaricia y de derroche de lo que no se tenía. Mientras José y María valoran con gratitud el espacio del humilde pesebre, para que nazca el Niño Dios, El dios dinero está traicionado, una vez más, a sus súbditos. Los discípulos-misioneros tenemos mucho que hacer... ayudemos a los nuestros recuperar la esperanza total de que Dios viene a nosotros en forma de Niño y en un humilde portal de Belén. Eso, además de darnos una gran alegría no nos defraudará... estoy seguro. ¡Será la verdadera Navidad!
Padre Alfredo.
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