El célebre sociólogo Zygmunt Bauman fallecido en este año que mañana terminamos (9 de enero de 2017) decía que vivimos en una sociedad líquida, sumergidos en los tiempos de lo que pasa rápido, muy rápido y nada permite conservar, una situación que afecta, decía Bauman, sobre todo a los jóvenes y a los más pequeños de nuestra sociedad, hijos de la generación del internet y del selfie. En su libro «La cultura en el mundo de la modernidad líquida» Zygmunt Bauman afirma que para el mundo de hoy «la “disolución de todo lo sólido” es la característica innata y definitoria de la forma moderna de vida desde el comienzo, pero, a diferencia de ayer, las formas disueltas no han de ser remplazadas –ni son remplazadas– por otras sólidas a las que se juzgue «mejoradas», en el sentido de ser más sólidas y “permanentes” que las anteriores, y en consecuencia aún más resistentes a la disolución. En lugar de las formas en proceso de disolución, y por lo tanto no permanentes, vienen otras que no son menos –si es que no son más– susceptibles a la disolución y por ende igualmente desprovistas de permanencia». Contrastando con esta realidad que el mundo vive –y nosotros en ésta sumergidos junto con nuestros jóvenes y niños–, el Apóstol San Juan nos deja hoy, en medio de esta Octava de Navidad (1 Jn 2,12-17), palabras esperanzadoras invitándonos a rogar a Dios que sigan surgiendo esos jóvenes fuertes, decididos, que no tienen miedo de enfrentar al Maligno y a quienes él escribe hoy.
San Juan, el discípulo amado a quien hace poquito acabamos de celebrar, no se anda con rodeos, él designa a las cosas por su nombre, como les gusta a nuestros jóvenes de hoy, que aunque pertenezcan a esta sociedad líquida, no por eso dejan, muchos de ellos, de buscar la verdad, contemplar la belleza y abrazar la bondad, y son por ello generosos en la entrega cuando se les propone el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6). Por eso, hoy, a un día de terminar este año, debemos de pedir especialmente por los jóvenes de hoy, por los padres de gente joven, por todos esos hijos, por todos los que estamos en el mundo y tratamos de luchar para que nuestra gente joven no se deje atrapar por las seducciones que vienen de la modernidad líquida y que, por otro lado, nos damos cuenta de que son las mismas de ayer y de antier: los apetitos desordenados, la codicia de los ojos, y el afán de la grandeza humana. ¡Cuántas energías gasta nuestra gente joven ¬–y aquellos que se sienten jóvenes para lo que les conviene– en placeres vanos, en la persecución de puestos de poder o en las ansias por tener más y más! Hoy son muchos los que caen en esta trampa del deprimirse o enojarse porque lo suyo, sea lo que sea, ya no es el último modelo y su gadget ya está desactualizado, debido a que, en la sociedad líquida, nada parece permanecer. En medio de todo este devenir que fluye más rápido que el agua, y continuando con el Evangelio de ayer, la liturgia nos sugiere hoy la figura de la anciana Ana, una profetiza tan entrañable y simpática, que llama la atención por su riqueza de años y su vida oración (Lc 2,36-40). Este es el segundo testimonio que pone el evangelista para autentificar el hecho del nacimiento del Niño, ya que según la ley judía hacían falta dos testigos para la presentación: uno es Simeón, la otra, Ana. Dos ancianos con un corazón firme como el de los jóvenes a quienes san Juan escribe.
Ana hablaba del niño Jesús a todos. En esta sociedad líquida que ha convertido incluso la Navidad en un tiempo lucidor de luces y cuanto artilugio se pueda vender, poca gente es la que habla del Niño Dios. Hay de todo en Navidad… pero, ¿dónde está el niño Jesús? No podemos olvidar que la Navidad es la celebración de la Natividad de Jesús y no otra cosa y no lo podemos mantener a Él encerrado solamente en el Templo. Los que no creen, o no quieren admitir esto, ¿qué celebran? Recuerdo siempre la primera película de Harry Potter (la única que he visto) en la que aparece un festejo de Navidad y el gran ausente es Cristo... Eso, no es película, tristemente hoy es realidad. Pidamos al Señor en este día, con la Sagrada familia integrada por los jóvenes José y María con el Niño Dios, la gracia de acompañar a nuestra gente joven y de ayudarles a abrir los ojos y el corazón para construir un mundo mejor desde el lado indestructible de las cosas y costumbres que deben permanecer en todo discípulo-misionero. Que no caigan –ni nosotros con ellos– en la tentación de que el mal, con su atronador ruido, nos impida ver el bien que traspasa con mayor fuerza la realidad. Si Dios está con nosotros… ¿quién contra nosotros? Los desafíos, dice el papa Francisco, están para superarlos. Jesús desde el pesebre nos invita a solidificar lo esencial, lo austero, lo necesario y dejar de lado lo líquido, lo superficial y vano que nos llena los ojos, pero no el corazón. Que tengamos todos, un buen sábado. Les deseo desde ahora lo mejor para el año que casi estamos por empezar.
Padre Alfredo.
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