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Estas palabras, las únicas que el Apóstol de las Gentes refiere a María, son la expresión más clara del camino que el Padre Dios, en un gesto inefable de su amor por nosotros, quiso utilizar para hacer que la historia humana fuera el lugar desde el cual se realiza la salvación. Con la encarnación, Dios se hizo historia, asumiendo todo lo que en ella acontece como lugar, ocasión y causa de salvación. Desde entonces, la historia de la humanidad entera y la de cada uno de nosotros, han quedado vinculadas al plan de Dios trazado desde antiguo para nuestra salvación. Pero el Hijo de Dios irrumpió en la historia humana por medio de una mujer que, según los evangelios, se llamaba María. Por tanto, también desde entonces, nuestra señora, la Madre del verdadero Dios, por quien se vive, está íntima y misteriosamente unida a la aventura de todo creyente. A eso vino la Guadalupana a estas tierras del Anáhuac, a recordarnos que Dios nos ha dado la vida y la debemos entregar por él a cambio. Ella vino suplicando que se le construyera un Templo «para en él mostrar todo mi amor» dijo a Juan Diego, y ¿quién es el «Amor» de María que nos quiere mostrar? Ella se encaminó presurosa a nuestras tierras, como lo había hecho a las montañas de Judea (Lc 1,39) muchos años atrás para mostrar todo su «Amor», su Hijo, el redentor.
Hoy celebramos a la Guadalupana, hoy tenemos obligación de asistir a Misa para agradecer que de ella, de la Morenita del Tepeyac, aprendemos a ser portadores, discípulos-misioneros de la misericordia Divina. En medio de una sociedad que prácticamente ha sacado a Dios de la escena pública y lo ha reducido a quedarse encerrado en los sagrarios, anunciemos con nuestras palabras y con nuestro testimonio que nos queremos comprometer a seguir construyendo el Templo que ella pidió, ese Templo espiritual que es cada una de nuestras vidas, bendecidas por el amor de Dios; busquemos ser promotores del perdón y de la reconciliación con Dios volviendo a él para ganarle muchas almas, en todas partes; pero principalmente en el ámbito de nuestras familias y nuestras comunidades de fe. ¡Cuánto necesitamos reestrenar el mensaje guadalupano! Cuánto necesitamos volver a escuchar aquellas dulces palabras: «Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No estás, por ventura, en mi regazo?». ¡Felicidades a quienes llevan el nombre de Guadalupe y felicidades a todos los que, en el corazón, llevan grabada la imagen de tan excelsa Reina y Señora. ¡Viva la siempre Virgen Santa María de Guadalupe!
Padre Alfredo.
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