Luego de haber celebrado ayer a la Virgen Morena del Tepeyac, hoy volvemos a encontrarnos con el profeta Isaías en nuestro camino de Adviento. La liturgia de la Palabra nos regala una parte del libro en el que el profeta se alza contra un pueblo sin coraje que parece no dejar de repetir que ya no hay futuro ni salvación posible. Un pueblo que discute, que pone todo en tela de juicio que acusa a Dios de haberle olvidado. Isaías viene a gritar a los cuatro vientos que el sentimiento de la fidelidad divina tiene que seguir siendo la piedra angular de la fe del pueblo de Israel. El profeta invita al pueblo a poner la vista más allá: Dios es el único, el incomparable, el santo, el que no abandona nunca a quienes ha elegido. Dios no tiene que rendir cuentas a nadie y prosigue, incansable, su obra de salvación. Él es el dueño del mundo. Entonces, ¿por qué adorar astros y consultar horóscopos, como hacían los babilonios y lo sigue haciendo mucha gente de hoy? El Dios grande y trascendente, creador de los astros y del cosmos —dice Isaías—, es también el Dios cercano, que comunica su fuerza a los que se abren a Él... a «los que ponen en Él su confianza» sin necesidad de querer buscar por otra parte o vivir inquietos buscando adelantársele por otros caminos.
La invitación a la alegría y a la esperanza, que en días pasados veíamos en el profeta, encuentra resistencia. El pueblo de Israel es el reflejo de muchos cristianos de hoy que se sienten prisionero de una potencia más fuerte, el pecado, y se ven a sí mismos abandonados de Dios: «Mi suerte se le oculta al Señor y mi causa no le preocupa, mi Dios ignora mi causa» (40,27). Pero no es así, nuestro Dios es Alguien que está siempre al pendiente de nosotros y viene a liberarnos de ese opresor que es el pecado. En la persona de Cristo, nuestro Dios se ha acercado a nosotros y conoce bastante bien nuestro corazón, sabe de nuestros cansancios y nuestros agobios en la lucha contra el maligno. En Jesús descubrimos cómo Dios, realmente, se preocupa de nosotros, desmintiendo así esa falsa, pero muy humana impresión, que expresa hoy el profeta Isaías. A diferencia de tantos embaucadores que explotan la debilidad humana, Cristo no viene a traernos fórmulas fáciles ni soluciones mágicas. Al tiempo que nos llama para liberarnos del mal, nos invita a asumir nuestra responsabilidad, a cargar con su yugo; nos enseña a buscar el lugar de nuestro descanso en el propio corazón, en donde reside la esperanza a su segunda venida.
Jesús, ha tomado sobre sí los pecados del mundo y ha cargado con el yugo del amor. Podemos y debemos buscar cómo levantar el ánimo venciendo el mal con la esperanza viva de que el Señor no nos abandona, no defrauda. Él es Dios y «da vigor al fatigado y al que no tiene fuerzas para luchar contra el enemigo de nuestras almas, le da energía» (cf. Is 40,29). Así, para vivir plenamente nuestro Adviento, lo mejor es armarse de valor y acudir a Jesús. Es en Él y por medio de Él como sabemos y saboreamos que Dios nos ha revelado la sabiduría del amor, que nos enriquece y fortalece para cargar con el yugo suave y ligero de la responsabilidad por nuestros hermanos. Cansados y agobiados, confiamos en Jesús, creemos a su Palabra, para fortalecer así nuestra esperanza, que renueva nuestras fuerzas y nos da valor para perseverar en las buenas obras del amor. Quienes esperan así en Dios, como María, como los santos, se equivocan menos, viven mejor, tienen mejores relaciones, saben resolver los problemas cotidianos de la vida alejando al pecado, y viven las vidas en paz, sosiego, al ritmo de Dios, sometidos a la guía del Espíritu, obedientes a las directrices de la Iglesia y al compás de la misión de Jesús en su Evangelio. Saben por qué viven y para quien viven (Fil. 1,21). ¡Te deseo un bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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