Qué consoladoras las palabras que Isaías nos transmite de parte de Dios para meditar el día de hoy. Dios es un Padre bueno y cariñoso que, al ver a su pueblo, exiliado en tierra extranjera y pasándola mal le dice: «No temas, gusanito de Jacob, oruga de Israel, que soy yo el que te ayuda» (Is 41,14). El Señor recuerda a sus hijos lo mucho que los quiere, que no ha dejado nunca de quererle y que va a seguir queriéndoles siempre: «Te tengo asido por la diestra y yo mismo soy el que te ayuda (Is 41,13). Los pecados del pueblo eran tan graves que por eso la deportación que sufrieron en Babilonia (Is. 39,6, 7) es interpretada por el profeta como una medida terapéutica de Dios, que quería curar a su pueblo despojándolo de las seguridades en las que se había instalado y que les había llevado a alejarse de Dios. Sin embargo, cuando Isaías –inspirado por el mismo Dios– escribió estas líneas, Dios ya estaba pensando en el futuro, cuando liberaría a quienes se arrepintieran y volvieran a él (Is. 41,8-9; 49,8). El Señor es siempre misericordioso con los que de verdad quieren convertirse y regresar a él (Sal. 51,1).
En el aquí y ahora, Dios sigue hablando a su pueblo como Padre amoroso, con dulzura y ecuanimidad, porque, a pesar de su ternura, no es un Dios de «manga ancha», sino un Dios celoso cuya mano guía y sostiene (Is 41,20). Él ha hablado innumerables veces al hombre con esa misma ternura, pero al dejarnos deslumbrar por el enemigo, que disfraza el pecado de tantas cosas suculentas en el tener, en el poder y en el placer, no lo logramos entender, pues la imagen divina, en general, aún en el pueblo católico, se ha deformado para la mayoría, y lo único que va resaltando, es la maldad en esa «cultura de la muerte» que entristece y arruina la vida de muchos, como afirmaba constantemente san Juan Pablo II. Frente a esta realidad nos coloca hoy el profeta Isaías. Él nos muestra cómo podemos dar pasos de superación si nos dejamos agarrar y levantar por la mano creadora de Dios, que sabe que muchas veces en la vida, sus hijos, seducidos por las tentaciones, sentimos una gran impotencia, nos sentimos pequeñitos como un «gusanito» frente a los demás, con la sensación de que no vamos a poder salir adelante porque las faltas, los problemas y desafíos nos sobrepasan.
Es tiempo de Adviento, tiempo de abrir el corazón reconociendo nuestra pequeñez, pero también esa mano cariñosa de nuestro Padre Dios que envía a su Hijo Jesús para nuestra salvación. Cuando llegó Cristo, el Mesías, a nuestra tierra, hizo un pacto de amor con todos y fue el Redentor de todos. Y ha prometido, a todos, que su Reino no tendrá fin, que volverá para concedernos una vida de total felicidad y para siempre. Este Reino que Cristo nos promete y que ya ha empezado a establecer, consiste, por parte nuestra, en aceptar a Dios como Padre bueno y cariñoso que nos ama, dejando que él guíe nuestros pasos, rechazando a tantos falsos dioses, como pueden ser el dinero mal habido, el prestigio a costa de aplastar a otros, el placer fuera de la moral, el egoísmo que no ve por el otro que llama a la puerta de nuestro corazón. En el Evangelio de hoy, el Señor nos recuerda que «el Reino de los cielos exige esfuerzo y los esforzados lo conquistarán» (Mt 11,11-15). Cada día, el Padre bueno y cariñoso sale a nuestro encuentro para que advirtamos su cercanía, su voluntad, nos pide un «sí» y un «hágase» como el de María, la Madre cariñosa del verdadero Dios por quien se vive, la mujer que se hizo la más pequeña siendo la más grande. Junto a ella, en estos días, es fácil adivinar cercano el cielo de Belén, los pastores, los ángeles, la estrella, los Magos… Allá, mientras esperamos la segunda venida de Cristo, haremos un alto en el camino, un tiempo pausado y sabroso, para adorarlo como pequeño Niño Dios. Luego, le seguiremos –con María y José– a dondequiera que vaya. ¡Es jueves, día eucarístico y sacerdotal... me encomiendo!
Padre Alfredo.
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