En el primer libro de Samuel, que leemos hoy en Misa, Ana da
gracias por el nacimiento de su hijo Samuel (1 Sam 1,24-28) y en el Evangelio, María
canta y da gracias —frente a Isabel, que también será madre— por las maravillas
que el Señor ha hecho en ella (Lc 1,46-56). De manera que la liturgia, hoy está
llena de gratitud por el regalo de Dios en la vida de estas tres mujeres, al
darles el gozo de la maternidad. ¡Qué pena por las madres que no piensan así, que
reniegan de su maternidad haciendo hasta lo que para que algunas vidas no nazcan
o deshaciéndose de los hijos ya nacidos! Dios nos ha hecho libres, y no puede quebrantar
ese don, aunque hombres y mujeres, no siempre seamos dóciles y no siempre dejemos
al Espíritu Santo actuar en nuestras vidas. Quienes creemos en Dios, y lo
amamos con la misma intensidad de Ana, de Isabel y de María, sabemos que una
gran parte de lo que somos y hacemos se lo debemos a Dios, a la obra de su gracia
y de su amor en nosotros.
Ana e Isabel, entienden que la mano de Dios ha estado en el
prodigio de su maternidad como respuesta a su confianza en su porfiada oración.
Samuel es hijo de la oración de Ana; Juan es hijo de la generosidad de Dios
para con Isabel. No es la naturaleza, ni los humanos, ni la ciencia, quienes empujan
la historia de la salvación, sino el amor de Dios, que escucha la oración y da
con generosidad a manos llenas, siendo capaz de fecundar lo estéril y vigor a
las naturalezas seniles y gastadas. Esta misma gracia ha dado a María la
facultad de engendrar a Cristo para todos los rincones de nuestro mundo. Su
canto está lleno de gratitud como la oración de Ana y la gratitud de Isabel por
la generosidad de Dios: «Me llamarán dichosa todas las generaciones», dice
María (Lc 1,48). Así actúa Dios. Pone en los pequeños y sencillos la luz de su
amor para escribir con los hombres de todas las generaciones una impresionante
historia de esperanza imprimiendo el «Sí» de María, de Isabel, de Ana y de todo
ser humano, hombre y mujer que, con toda libertad, colabora a escribir la
historia de nuestra salvación. Estoy seguro que así lo reconocen mis queridos
amigos Osvaldo Batocletti (El «Bato», el «Tigre más Tigre», esposo, papá,
apóstol de la sencillez) y Delia Bernasconi (también dichosa como su marido,
mamá de dos hijas maravillosas: Gaby y Marce), que hoy celebran 45 años de vida
matrimonial; de todo corazón les mando mi saludo y la felicitación prometida,
luego de haberles dado la bendición antier en mi natal Monterrey.
Hay muchos motivos por los cuales la Iglesia se sirve del
Magníficat para expresar su gozo por la llegada del Mesías, haciendo suyas
estas hermosas palabras. Cuando oramos con el Magníficat, lo que estamos
cantando es nuestro gozo, nuestra alegría y nuestra esperanza porque va a venir
—y estamos esperando que venga— el Mesías redentor y porque hace maravillas en
nuedstras vidas. Esta oración ensalza el gozo del Adviento que celebra la
venida del Mesías, no solamente la venida inmediata de la Navidad, sino también
la venida del Mesías al final de los tiempos, para la que hemos de estar
preparados. Así que no podemos llegar, ni a la Navidad ni al último día
«tristeando» y dando gusto a Nietsche que decía: «Los cristianos tienen muy
poca cara de redimidos». Necesitamos estar llenos de gozo, compartiendo y
cantando profundamente «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo» (GS 1). El Magnificat es el espejo
del alma de María y de toda alma buena que se abre al misterio de Dios y rebosa
de esa alegría que siente al ver cómo es Dios, que no puede hacer otra cosa que
cantar con júbilo. La canción de gozo de cada discípulo-misionero al ir
llegando a la Nochebuena, ha de ser una gran noticia para toda persona que está
alrededor. Bien decía san Ambrosio: «Que el alma de María esté en cada uno para
alabar a Dios; que su espíritu esté en cada uno para que se alegre en el Señor».
Dejémonos querer como Ana, como Isabel, como María, dejemos que nuestro pobre
corazón se regocije, dejemos que el nacimiento del Niño Dios llegue a nuestro
ser; porque llega a todos, especialmente y con fuerza a «los humildes» y a los
«hambrientos» para colmarlos de bienes y regalarnos, además, el gozo de la vida
eterna. Así que llegará también el último día por todos, y el día que nos
toque, por cada uno. Por cierto, antier llegó a llamar a las puertas del
corazón de mi querido Rubén Ayala, a quien seguro ha encontrado ya maduro para
entrar a ese juicio de amor que a todos nos espera. Descanse en paz Rubén... y
Cuquita y todos los que nos quedamos aquí, a echarle ganas porque el Señor
espera nuestro «Sí». ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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