viernes, 22 de diciembre de 2017

«El Magnificat de María, el Magnificat de la Iglesia»... Un pequeño pensamiento para hoy

En el primer libro de Samuel, que leemos hoy en Misa, Ana da gracias por el nacimiento de su hijo Samuel (1 Sam 1,24-28) y en el Evangelio, María canta y da gracias —frente a Isabel, que también será madre— por las maravillas que el Señor ha hecho en ella (Lc 1,46-56). De manera que la liturgia, hoy está llena de gratitud por el regalo de Dios en la vida de estas tres mujeres, al darles el gozo de la maternidad. ¡Qué pena por las madres que no piensan así, que reniegan de su maternidad haciendo hasta lo que para que algunas vidas no nazcan o deshaciéndose de los hijos ya nacidos! Dios nos ha hecho libres, y no puede quebrantar ese don, aunque hombres y mujeres, no siempre seamos dóciles y no siempre dejemos al Espíritu Santo actuar en nuestras vidas. Quienes creemos en Dios, y lo amamos con la misma intensidad de Ana, de Isabel y de María, sabemos que una gran parte de lo que somos y hacemos se lo debemos a Dios, a la obra de su gracia y de su amor en nosotros.

Ana e Isabel, entienden que la mano de Dios ha estado en el prodigio de su maternidad como respuesta a su confianza en su porfiada oración. Samuel es hijo de la oración de Ana; Juan es hijo de la generosidad de Dios para con Isabel. No es la naturaleza, ni los humanos, ni la ciencia, quienes empujan la historia de la salvación, sino el amor de Dios, que escucha la oración y da con generosidad a manos llenas, siendo capaz de fecundar lo estéril y vigor a las naturalezas seniles y gastadas. Esta misma gracia ha dado a María la facultad de engendrar a Cristo para todos los rincones de nuestro mundo. Su canto está lleno de gratitud como la oración de Ana y la gratitud de Isabel por la generosidad de Dios: «Me llamarán dichosa todas las generaciones», dice María (Lc 1,48). Así actúa Dios. Pone en los pequeños y sencillos la luz de su amor para escribir con los hombres de todas las generaciones una impresionante historia de esperanza imprimiendo el «Sí» de María, de Isabel, de Ana y de todo ser humano, hombre y mujer que, con toda libertad, colabora a escribir la historia de nuestra salvación. Estoy seguro que así lo reconocen mis queridos amigos Osvaldo Batocletti (El «Bato», el «Tigre más Tigre», esposo, papá, apóstol de la sencillez) y Delia Bernasconi (también dichosa como su marido, mamá de dos hijas maravillosas: Gaby y Marce), que hoy celebran 45 años de vida matrimonial; de todo corazón les mando mi saludo y la felicitación prometida, luego de haberles dado la bendición antier en mi natal Monterrey.

Hay muchos motivos por los cuales la Iglesia se sirve del Magníficat para expresar su gozo por la llegada del Mesías, haciendo suyas estas hermosas palabras. Cuando oramos con el Magníficat, lo que estamos cantando es nuestro gozo, nuestra alegría y nuestra esperanza porque va a venir —y estamos esperando que venga— el Mesías redentor y porque hace maravillas en nuedstras vidas. Esta oración ensalza el gozo del Adviento que celebra la venida del Mesías, no solamente la venida inmediata de la Navidad, sino también la venida del Mesías al final de los tiempos, para la que hemos de estar preparados. Así que no podemos llegar, ni a la Navidad ni al último día «tristeando» y dando gusto a Nietsche que decía: «Los cristianos tienen muy poca cara de redimidos». Necesitamos estar llenos de gozo, compartiendo y cantando profundamente «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo» (GS 1). El Magnificat es el espejo del alma de María y de toda alma buena que se abre al misterio de Dios y rebosa de esa alegría que siente al ver cómo es Dios, que no puede hacer otra cosa que cantar con júbilo. La canción de gozo de cada discípulo-misionero al ir llegando a la Nochebuena, ha de ser una gran noticia para toda persona que está alrededor. Bien decía san Ambrosio: «Que el alma de María esté en cada uno para alabar a Dios; que su espíritu esté en cada uno para que se alegre en el Señor». Dejémonos querer como Ana, como Isabel, como María, dejemos que nuestro pobre corazón se regocije, dejemos que el nacimiento del Niño Dios llegue a nuestro ser; porque llega a todos, especialmente y con fuerza a «los humildes» y a los «hambrientos» para colmarlos de bienes y regalarnos, además, el gozo de la vida eterna. Así que llegará también el último día por todos, y el día que nos toque, por cada uno. Por cierto, antier llegó a llamar a las puertas del corazón de mi querido Rubén Ayala, a quien seguro ha encontrado ya maduro para entrar a ese juicio de amor que a todos nos espera. Descanse en paz Rubén... y Cuquita y todos los que nos quedamos aquí, a echarle ganas porque el Señor espera nuestro «Sí». ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

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