Ayer iniciamos la tercera semana de Adviento. La Navidad es ya inminente y, en nuestro caminar hacia el gozo de esta celebración, nos encontramos hoy, en la liturgia del día, con el profeta Jeremías (Jer 23,5-8). Un profeta que más bien es recordado por sus «lamentaciones» por el mal comportamiento de un pueblo que se había alejado del Señor. Hoy aparece ante nosotros para traernos una palabra de salvación. El profeta anuncia, en boca de Yahvé, la llegada de alguien que hará justicia y derecho, y permitirá que el pueblo pueda vivir seguro. Si en su tiempo esa palabra era difícil de creer, la realidad que rodea nuestra condición actual, parece que convierte esa esperanza en una quimera inalcanzable. ¿Qué clase de certeza habitaba en el corazón de Jeremías para manifestarse con tal seguridad? La respuesta nos la ofrece de inmediato él mismo: «Miren: Viene un tiempo, dice el Señor, en que haré surgir un renuevo... un rey justo y prudente» (Jer 23,5). El «renuevo» es un «brotar» y se empleaba en el antiguo Oriente para describir el heredero legítimo al trono (Jer 33,15; Is 4,2; Zac 3,8;6,12). Este heredero será un rey ideal. Él actuará con prudencia y hará lo que es justo y recto. Durante su reinado «será puesto a salvo Judá, e Israel habitará confiadamente y a él lo llamarán con este nombre: “El Señor es nuestra justicia”» (Jer 23,5-6; cf. 3,17;33,16; Ez 48,35; 1 Cor 1,30).
Esta noticia esperanzadora sigue vigente hoy, porque también para nuestra sociedad y para cada uno de nosotros viene ese «renuevo». El reto que nos plantea Jeremías este día de Adviento es si estamos dispuestos a acoger en lo profundo de nosotros mismos (y no en la cabeza, que la tenemos llena de ideas) la salvación que se nos anuncia, convirtiéndonos así en testigos e instrumentos de la presencia de Dios en la realidad que nos rodea y con los elementos que tenemos. Por su parte, el Evangelio de hoy nos presenta la figura de San José, (Mt 1,18-24), quien con toda seguridad esperaba también a ese «renuevo». Pero, para ello —según fue involucrado— tuvo que acoger en lo profundo de sí mismo el plan de Dios, que, en primera instancia era incomprensible. El desposado con María tuvo que sufrir unos días para no repudiar a su prometida y comprender, con todo un proceso, que Ella esperaba a ese brote de David que era el Mesías Salvador y que llegaría por obra y gracia del Espíritu Santo. Yo creo que, el día de hoy, Jeremías y José nos enseñan a confiar, a ser dóciles a la voluntad de Dios, a no anteponer nuestras perspectivas, no siempre amplias y nunca más lúcidas que las del Señor.
La intervención de Dios se hace necesaria para que José —quien sabía de aquellas promesas de las que habla Jeremías— participe y no quede fuera del misterio de la Encarnación. El ángel disipa sus dudas, le anuncia el milagroso nacimiento y le encarga, como a padre legal, imponerle el nombre Jesús, que significa «Dios salva». Jesús hará lo que es propio del Mesías, restablecer la justicia liberando al hombre oprimido bajo el peso del pecado. Así es como prepara Dios para su Hijo, un hogar en el mundo, padres que lo eduquen y lo protejan hasta que se valga por sí mismo, un nombre, unos antepasados que lo vinculan a las más queridas esperanzas de Israel. Un ambiente en el cual pueda crecer en la realización de su misión. La historia de Jesús, es la historia de una esperanza cumplida, que ya estaba presente en su pueblo, pero que se presenta con otras constantes: silencio, pobreza, misericordia, debilidad, compasión. Esperar a Jesucristo, como Hijo de Dios, supone dejarlo ser Dios y no encasillarlo en las lógicas humanas. Dios rompe la medida de nuestros planteamientos y especulaciones. Aún es posible que Dios se revele y nos invite a ver las cosas de manera diferente. En este Adviento, esforcémonos para que, con una disponibilidad como las que tuvieron José y María, seamos instrumentos del nacimiento de Cristo en quienes nos rodean, de manera que también ellos, como nosotros, experimenten la cercanía y ternura del Emmanuel, que es Dios con nosotros. ¡Un bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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