domingo, 31 de diciembre de 2017

«La Sagrada Familia y el último día del año»... Un pequeño pensamiento para hoy

La fe, nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, «es una adhesión personal del hombre a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y palabras» (CEC 176). De esta fe, al celebrar hoy la fiesta de la Sagrada familia, hacemos referencia en la liturgia de la Palabra a Abraham, el padre de todos los creyentes, precisamente por su capacidad de escucha atenta a Dios y por someterse libremente a la palabra escuchada, como nos recuerda san Pablo. Abraham, al ponerse en camino sin saber exactamente hacia dónde dirigirse y estar dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, da su asentimiento con todo su ser a Dios que se revela (cf Dei Verbum 5). La fe es un don de Dios, un obsequio que ilumina la razón abriéndole horizontes amplios y profundos de manera que ésta puede llegar ahí donde por sí sola no puede ni alcanza. (Cf. Fides et Ratio 16). También la Sagrada Familia de Nazareth ha de vivir con fe los planes divinos. Sin duda alguna ni María ni José comprenden del todo lo que Dios quiere, pero los dos guardan dentro de su corazón y meditan lo que el Señor dispone, viviendo en las sombras de la noche como aquel primer peregrino que salió de su tierra sin saber qué rumbo había de tomar. María y José se adhieren al beneplácito de Dios dejando en un segundo plano los deseos personales, los propios gustos y criterios, adhiriendo por completo sus vidas al Padre misericordioso aprendiendo a prescindir de sí mediante un acto pleno de abandono y confianza, fundados en Él que es la verdad misma que no puede ni engañarse ni engañarnos. 

El Padre Eterno ha querido que su Hijo Jesús formara parte de una familia natural para participar de algún modo misterioso de la gran familia humana. María y José, acogiendo al Divino Niño como un don venido de lo alto, y acompañándole en su crecimiento integral como verdadero hombre (cfr. Lc 2,52) son modelo de aquel amor responsable y generoso que los padres, como partícipes del poder creador de Dios, han de ofrecer a sus hijos. Esto es importante sobre todo en el mundo de hoy, en el que «el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible.» (Evangelium Vitae, 92). Toda familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente el santuario de la vida (Centesimus annus nº 39). La vida del ser humano, en toda familia, es un continuo caminar en la fe. Para nosotros, como lo fue para Abraham, para Sara y para la Sagrada Familia de Nazaret, caminar en la fe significa poner por encima de nuestra jerarquía de valores a Dios, cumplir su voluntad a través de las manifestaciones concretas y puntuales que se nos van presentando en el ser y quehacer de cada día a lo largo de cada año.

Hoy llegamos al final del 2017 y es justo que, en medio de tantas situaciones conflictivas que nuestro globalizado mundo vive, demos gracias por tantas familias sanas, bien constituidas, instruidas en su fe católica y conscientes de su misión dentro de la Iglesia, donde sigue floreciendo la vida cristiana, esperanza de un bendecido 2018 y de muchos años venideros más. En el clima de Navidad, y cerrando la Octava, celebramos a la Familia que formaron en Nazaret María, José y Jesús. La fiesta además resulta aleccionadora y estimulante para nuestra vida de familia y comunidad en las vísperas de un año nuevo. La Familia de Nazaret aparece este último día del año como una lección para las nuestras. Este domingo nos acercamos a esta Familia Sagrada con infinito respeto. En ella encontramos la plenitud de la comunión interpersonal y del pacto conyugal y de las relaciones entre padres e hijo. La Sagrada Familia nos invita a revisar el clima de amor, comprensión y comunicación en nuestra propia familia o en nuestra comunidad. Ciertamente muchos padres cristianos y muchos abuelos ven que ya no tienen ningún tipo de influencia sobre sus hijos o nietos, pero en cambio son apreciados en la comunidad cristiana o en cualquier otra asociación y no dejan de ser fecundos, no dejan de «hacer familia» trabajando por el bien de los demás. No tienen una familia destrozada; la tienen enriquecida y fecunda en toda la comunidad. El mundo de hoy hace difícil la comunión, pero la Navidad nos invita a que en verdad la fe, la esperanza y la caridad empiecen este 2018 por casa, por estar experimentando en esta Navidad la cercanía del amor de Dios. No es la simple suma de uno, más uno, más uno lo que hace la familia... la familia es mucho más. Y, si no, miren ésta de José, María y Jesús. Nada falta ni sobra. Una familia con Dios en pleno centro. El 2018 tendrá el color que le demos las familias cristianas de sangre y de fe. ¡Feliz Año Nuevo! 

Padre Alfredo.

sábado, 30 de diciembre de 2017

«La modernidad líquida y nuestros jóvenes»... Un pequeño pensamiento para hoy

El célebre sociólogo Zygmunt Bauman fallecido en este año que mañana terminamos (9 de enero de 2017) decía que vivimos en una sociedad líquida, sumergidos en los tiempos de lo que pasa rápido, muy rápido y nada permite conservar, una situación que afecta, decía Bauman, sobre todo a los jóvenes y a los más pequeños de nuestra sociedad, hijos de la generación del internet y del selfie. En su libro «La cultura en el mundo de la modernidad líquida» Zygmunt Bauman afirma que para el mundo de hoy «la “disolución de todo lo sólido” es la característica innata y definitoria de la forma moderna de vida desde el comienzo, pero, a diferencia de ayer, las formas disueltas no han de ser remplazadas –ni son remplazadas– por otras sólidas a las que se juzgue «mejoradas», en el sentido de ser más sólidas y “permanentes” que las anteriores, y en consecuencia aún más resistentes a la disolución. En lugar de las formas en proceso de disolución, y por lo tanto no permanentes, vienen otras que no son menos –si es que no son más– susceptibles a la disolución y por ende igualmente desprovistas de permanencia». Contrastando con esta realidad que el mundo vive –y nosotros en ésta sumergidos junto con nuestros jóvenes y niños–, el Apóstol San Juan nos deja hoy, en medio de esta Octava de Navidad (1 Jn 2,12-17), palabras esperanzadoras invitándonos a rogar a Dios que sigan surgiendo esos jóvenes fuertes, decididos, que no tienen miedo de enfrentar al Maligno y a quienes él escribe hoy.

San Juan, el discípulo amado a quien hace poquito acabamos de celebrar, no se anda con rodeos, él designa a las cosas por su nombre, como les gusta a nuestros jóvenes de hoy, que aunque pertenezcan a esta sociedad líquida, no por eso dejan, muchos de ellos, de buscar la verdad, contemplar la belleza y abrazar la bondad, y son por ello generosos en la entrega cuando se les propone el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6). Por eso, hoy, a un día de terminar este año, debemos de pedir especialmente por los jóvenes de hoy, por los padres de gente joven, por todos esos hijos, por todos los que estamos en el mundo y tratamos de luchar para que nuestra gente joven no se deje atrapar por las seducciones que vienen de la modernidad líquida y que, por otro lado, nos damos cuenta de que son las mismas de ayer y de antier: los apetitos desordenados, la codicia de los ojos, y el afán de la grandeza humana. ¡Cuántas energías gasta nuestra gente joven ¬–y aquellos que se sienten jóvenes para lo que les conviene– en placeres vanos, en la persecución de puestos de poder o en las ansias por tener más y más! Hoy son muchos los que caen en esta trampa del deprimirse o enojarse porque lo suyo, sea lo que sea, ya no es el último modelo y su gadget ya está desactualizado, debido a que, en la sociedad líquida, nada parece permanecer. En medio de todo este devenir que fluye más rápido que el agua, y continuando con el Evangelio de ayer, la liturgia nos sugiere hoy la figura de la anciana Ana, una profetiza tan entrañable y simpática, que llama la atención por su riqueza de años y su vida oración (Lc 2,36-40). Este es el segundo testimonio que pone el evangelista para autentificar el hecho del nacimiento del Niño, ya que según la ley judía hacían falta dos testigos para la presentación: uno es Simeón, la otra, Ana. Dos ancianos con un corazón firme como el de los jóvenes a quienes san Juan escribe.

Ana hablaba del niño Jesús a todos. En esta sociedad líquida que ha convertido incluso la Navidad en un tiempo lucidor de luces y cuanto artilugio se pueda vender, poca gente es la que habla del Niño Dios. Hay de todo en Navidad… pero, ¿dónde está el niño Jesús? No podemos olvidar que la Navidad es la celebración de la Natividad de Jesús y no otra cosa y no lo podemos mantener a Él encerrado solamente en el Templo. Los que no creen, o no quieren admitir esto, ¿qué celebran? Recuerdo siempre la primera película de Harry Potter (la única que he visto) en la que aparece un festejo de Navidad y el gran ausente es Cristo... Eso, no es película, tristemente hoy es realidad. Pidamos al Señor en este día, con la Sagrada familia integrada por los jóvenes José y María con el Niño Dios, la gracia de acompañar a nuestra gente joven y de ayudarles a abrir los ojos y el corazón para construir un mundo mejor desde el lado indestructible de las cosas y costumbres que deben permanecer en todo discípulo-misionero. Que no caigan –ni nosotros con ellos–  en la tentación de que el mal, con su atronador ruido, nos impida ver el bien que traspasa con mayor fuerza la realidad. Si Dios está con nosotros… ¿quién contra nosotros? Los desafíos, dice el papa Francisco, están para superarlos. Jesús desde el pesebre nos invita a solidificar lo esencial, lo austero, lo necesario y dejar de lado lo líquido, lo superficial y vano que nos llena los ojos, pero no el corazón. Que tengamos todos, un buen sábado. Les deseo desde ahora lo mejor para el año que casi estamos por empezar.

Padre Alfredo.

viernes, 29 de diciembre de 2017

«Luz para alumbrar a las naciones»... Un pequeño pensamiento para hoy

La Octava de Navidad nos recuerda que Cristo es la luz de las naciones, ha nacido para nuestra salvación y Él no conoce de fronteras ni diferencias raza, color o nación. Así lo declara el anciano Simeón cuando Jesús Niño es presentado en el templo y él exclama: «Mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos, luz que alumbra a las naciones...» (Lc 2,30-32). El Niño Dios recién nacido, es una luz que brilla en las tinieblas, una luz que es capaz de encender los corazones que lo acepten como Salvador y se dejen iluminar el camino de la vida de cada día. Sin embargo, el apóstol san Juan nos dice, en la primera lectura de la Misa de hoy que, «quien afirma que está en la luz y odia a su hermano, está todavía en las tinieblas» (1 Jn 2,11). Evidentemente, la luz de Cristo está siempre unida a nuestra condición de discípulos, misioneros y hermanos. Nuestra fe de católicos es una fe que crea fraternidad y nos lleva a ser solidarios, más hijos, más hermanos, más padres y madres de las almas. Nuestra fe, vivida así, es fuente de verdadera solidaridad con los demás al estilo de Cristo, que ha venido al mundo haciéndose como uno de nosotros menos en el pecado. De lo contrario, nuestra fe es solamente una especie de adorno, no una fe auténtica.

Hoy en día, la fe de algunos cristianos — incluso muy cercanos a nosotros— corre el peligro de debilitarse y dejar de ser «luz» para los demás, porque se dejan llevar voluntariamente de aquí para allá, interrumpen la oración, rezan atropelladamente, y no salen de su superficialidad aun cuando comulguen —incluso sin haberse confesado—, pero no salen de su corazón, se convierten en un instrumento del enemigo que entibia el alma hace que no se tome en serio la búsqueda de una vida de santidad. Es increíble que hoy, un anciano llamado Simeón, que recibe al Niño Jesús en brazos, viene a entusiasmarnos con Ana la profetiza a abrazar el amor divino para ser luz con Él y alumbrar a las naciones colaborando a que brille el verdadero amor. San Juan de la Cruz, el eximio Doctor de la Iglesia decía: «Al atardecer de nuestras vidas te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado, deja tu condición...» (Obras completas: Dichos de luz y amor, 59. página 48. BAC. 1982). Simeón y Ana, los dos ancianos que esperan al Divino Niño en el templo, nos recuerdan que a pesar de la edad que cada uno tengamos —de 40 y meses como dijo la viejita— el atardecer de la vida está cada vez más cercano, y ¡ay de mí, si no he sido esa lucecita que ilumina con el amor de Cristo al hermano y lo rechaza con insolencia y soberbia porque no sabe lo que yo, porque es pobre, porque no es de mi condición. Lo que nos ayudará a que las puertas del Reino de los cielos estén abiertas en ese examen del atardecer, es la calidad de luz que seamos para el hermano. Examinemos, hoy, a la luz de la Navidad y de la presentación del Niño Dios al templo, si nuestras obras, pensamientos, y no solo palabras, iluminan con la caridad de Cristo as quienes nos rodean, si no es así, seamos valientes, pidamos luz al Señor con insistencia, el Señor nos lo concederá, y el enemigo se debilitará ante el poder del deslumbrante amor de Dios que esparzamos. 

El anciano Simeón se dio cuenta de que en sus manos estaba aquel que hizo de la caridad fraterna el sello y el certificado de garantía de las promesas. Dios hecho hombre nos hace a todos hermanos, amigos y, por tanto, hijos. En esto consiste el caminar en su luz: en ser un poco más hijos, un poco más amigos y un poco más hermanos. En estos días muchos arbolitos de Navidad fulguran por aquí y por allá, todos llenos de «diminutos foquitos» que todos juntos y en una combinación hermosa de brillos y de colores, o con un blanco resplandor, alumbran nuestros hogares. Pidamos al Señor en este día la gracia de ser como esos foquitos e iluminar con la alegría cristiana este mundo que muchas veces camina en la tristeza y en la penumbra del error. Deseo a todos mis lectores que tengan todos un buen día, que sigan gozando del deleite espiritual de la Navidad y que la Virgen María, que sabe mucho de estas cosas, nos envuelva bajo su manto de ternura y misericordia como arropó al Niño Dios. También espero que Simeón y Ana, nos dejen pensando en que la vida es corta y hay que seguir e imitar a Cristo luz de las naciones, para devolver a nuestra sociedad el amor que ha extraviado confundido y obcecado, en la oscuridad que produce la exagerada pronunciación de los verbos «consumir», «comprar», «poseer», «competir»...

Padre Alfredo.

jueves, 28 de diciembre de 2017

«Los santos inocentes»... Un pequeño pensamiento para hoy


Con una serie de preguntas que se hacen san Gregorio de Nisa (Sermón sobre la Natividad de Cristo: PG 46, 1128s) y el célebre doctor de la Iglesia Pedro Crisólogo (Sermón 152; PL 52, 604) inicio la reflexión de hoy en que la Iglesia celebra a «Los Santos Inocentes»: ¿Qué significa la muerte de estos niños? ¿Por qué atreverse a un crimen tan horrible? ¿Comprendes tú lo que son estos signos precursores? ¿Hasta dónde pueden llegar los celos? ¿Qué mal habían cometido esos niños? ¿Es que acaso el Rey del cielo que acaba de nacer ha ignorado a sus compañeros tan inocentes como él?... Estas y muchas otras preguntas pueden cruzar por el corazón de cualquier cristiano del siglo XXI que se encuentra, en este día, con una de las páginas más crueles y difíciles del Evangelio. Ante la actitud de envidia que angustia a Herodes por el miedo a un rival que ni siquiera conoce pero que siente amenazante para su reino terrenal. Herodes, segado por las joyas falsas de este mundo material, monta un complot para suprimir «al Rey que acaba de nacer» (Mt 2,2), lucha contra su Creador y hace matar a unos inocentes cuyas mantillas —como dice san Pedro Crisólogo—eran mudas, cuyos ojos no habían visto nada, cuyos oídos nada habían escuchado y cuyas manos nada habían hecho. 

Para entender la inconcebible decisión de Herodes, hay que conocer el carácter inhumano de aquel rey y de todo aquel que teniendo poder, pierde piso y se siente amenazado por cuanto suceda a su alrededor y no tenga control de ello. El historiador Flavio Josefo dice que Herodes «era un hombre de gran crueldad hacia los demás» y relata en sus escritos, varios de sus crímenes; tan espantosos y repugnantes que la matanza de unos cuantos niños judíos parece poca cosa, de manera que este historiador ni siquiera la menciona. Es que a la vez que esta situación nos horroriza, yendo a la realidad de aquel tiempo y lugar, podemos hacernos otra pregunta para añadirla a las que nos dejan Gregorio de Nisa y Pedro Crisólogo: ¿Cuántos serían los niños muertos? La leyenda, que se une necesariamente a la historia original, habla de centenares; de miles. Pero lo cierto es que Belén era, en aquel tiempo, no una población como Tokyo, Kuala Lumpur, Sao Paulo o Ciudad de México, sino un pueblo bastante pequeño en donde con todo y sus alrededores no podía tener más de 20 o 30 niños varones menores de dos años. Así que no podemos ser sensacionalistas y dejar que sea el número de asesinados lo que nos horrorice, sino el hecho: ¿Por qué murieron estos niños inocentes? El cristiano de hoy no logra digerir la muerte de aquellos inocentes, a pesar de que nunca han muerto tantos inocentes como en nuestros días, dentro y fuera del vientre de sus madres, basta con pensar en el aborto organizado y lo poco que preocupa esto a gran parte de la humanidad.

Hoy la Navidad se tiñe de rojo, pero ese llanto de Raquel (Mt 2,13-18) reclama un consuelo, que en Jesús vemos realidad en la resurrección del Señor. El mal existe, y el desamor de los hombres ocasiona a lo largo de la historia escenas como ésta y peores. De nuevo la Navidad se vincula con la Pascua. El camino del seguimiento de Jesús está lleno de dificultades. Al testimonio de Esteban y de Juan el apóstol, se añade hoy el de los niños inocentes de Belén. Aquellos niños mártires, hoy también tienen nombres concretos en niños, jóvenes, parejas, personas mayores, inmigrantes, enfermos... que piden la respuesta de nuestra caridad. En el Nacimiento ya está incluida la entrega de la Cruz. Y en la Pascua sigue estando presente el misterio de la Encarnación: la carne que Jesús tuvo de la Virgen María es la que se entrega por la salvación del mundo. José y María empiezan a experimentar que los planes de Dios exigen una disponibilidad nada cómoda. La huida y el destierro no son precisamente un adorno poético en la historia de la Navidad. Nuestro Padre Dios está siempre muy cerca de sus hijos, los hombres, y María, la Madre del Señor, nos aprieta entre sus brazos para consolarnos, especialmente cuando el sufrimiento se hace presente. En ella somos fraternos con Cristo y eso nos mueve a ejercer unos con otros este misterio de consolación y ayuda. Pidamos hoy a la Virgen y a los Santos Inocentes que nos ayuden a amar la mortificación y el sacrificio voluntario, a ofrecer el dolor y a compadecernos de quienes sufren. Por mi parte, añado otras preguntas más que dejo a la reflexión personal: ¿qué pensar de nuestro tiempo, de los actuales «reyes del mundo», que aniquilan a nuestros niños, los inocentes de nuestros Pueblos? ¿Aceptamos el esfuerzo y la contradicción en el seguimiento de Cristo? ¿Sabemos apreciar la lección de reciedumbre que nos dan tantos cristianos que siguen fieles a Dios en medio de un mundo que no les ayuda nada y que los persigue? 

Padre Alfredo.

P.D. En muchas partes del mundo este día la gente se juega bromas y burlas que según la tradición tienen su origen en los sagaces engaños con los que los más perspicaces padres de aquellos niños inocentes, lograron hacer creer a los verdugos de Herodes que no había niños ahí, y así salvar la vida de sus pequeños. De esta manera se exalta también la inocencia —como la de los niños— de la gente de confianza.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

«La alegría del discípulo amado»... Un pequeño pensamiento para hoy


En medio del clima gozoso que nos ofrece esta «Octava de Navidad» en la Iglesia, la fiesta de san Juan Evangelista cobra su sentido con el mensaje que Juan trasmite que pudiéramos resumir así: «Estén alegres en el Señor. Estén alegres en la Palabra de Dios hecha hombre entre nosotros. Estén alegres en el Verbo que desde el principio estaba en Dios, a través del cual todas las realidades fueron creadas, que se ha manifestado y que ha aparecido entre nosotros».  Sí, Juan el evangelista nos recuerda que la Navidad es la fiesta de la alegría, que ésta es el principio de esta particular y exclusiva manifestación de Dios en el pequeño Niño de Belén. La vida de Dios se nos ha dado en Belén para recrear en nosotros una nueva forma de vida en comunión con el Padre y el Hijo. Una comunión que nos hace entrar en la eternidad de Dios que es nuestra alegría y nuestro gozo. Una comunión que nos despega del pecado y de la muerte, y cambia todo el sentido de nuestra vida llenándonos de gozo. Ya no somos hijos del pecado ni estamos bajo la esclavitud de la muerte. Dios nos ha liberado y rebosantes de alegría nos convertimos —como Juan Evangelista— en testigos gozos en este nuevo mundo. «Les escribimos esto para que se alegren y su alegría sea completa», dice san Juan (1 Jn 1,4), y él quiere que seamos transmisores y testigos de esa alegría que nace del encuentro con Dios.

El anuncio del Plan de Salvación de Dios, hoy y siempre, no puede ser sino el anuncio de esa inmensa alegría que nos ha traído la Buena Nueva de Cristo. Eso sí, no es una alegría forzada ni forzosa que parece que hay que manifestar, de manera especial, en las fiestas de Navidad. La alegría del Evangelio es una alegría diferente. Es una serena alegría que se funda en la experiencia de un encuentro con Jesucristo vivo. A veces, incluso permanece la alegría en medio de la prueba, la dificultad o las lágrimas, nos enseña Juan como el primer «teólogo» y modelo de todo verdadero teólogo quien mejor y más profundamente penetra en el misterio del Verbo encarnado. El pasaje de su Evangelio que hoy se nos propone en la liturgia (Jn 20,2-9), nos ayuda a contemplar la Navidad desde la perspectiva de la Resurrección del Señor. En efecto, Juan, llegado al sepulcro vacío, «vio y creyó» (Jn 20,8). Confiados en el testimonio de los Apóstoles, nosotros nos vemos movidos en cada Navidad a «ver» y “«creer». Todo discípulo-misionero puede y debe revivir estos mismos «ver» y «creer» a propósito del nacimiento de Jesús, el Verbo encarnado. Juan, movido por la intuición de su corazón —y, deberíamos añadir, por la «gracia»—, «ve» más allá de lo que sus ojos en aquel momento pueden llegar a contemplar. En realidad, si él cree, lo hace sin «haber visto» todavía a Cristo, con lo cual ya hay ahí implícita la alabanza para aquellos que «creerán sin haber visto» (Jn 20,29), con la que culmina el vigésimo capítulo de su Evangelio.

En el evangelio de hoy, Pedro y Juan, alertados por el testimonio de la Magdalena, corren juntos hacia el Santo Sepulcro. El joven Juanito es más veloz que el viejo don Pedro y llega primero. Mira dentro del sepulcro, observa todo, pero no entra. Deja que Pedro entre. Es sugestiva la manera en que el evangelio describe la reacción de los dos hombres ante lo que ambos ven: «Entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos puestos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó». Más adelante, de madrugada, en otra escena evangélica, después de una intensa noche de búsqueda y después de la pesca milagrosa, es él, el discípulo amado, que percibe la presencia de Jesús y dice «¡Es el Señor!» (Jo 21,7). En aquella ocasión, Pedro, alertado por la afirmación del discípulo amado también reconoció y empezó a entender. Pedro aprende del discípulo amado. Enseguida Jesús pregunta tres veces: «Pedro, ¿me amas más que estos?» (Jn 21,15.16.17). Por tres veces, Pedro respondió: «¡Tú sabes que yo te amo!» Después de la tercera vez, Jesús confía las ovejas a los cuidados de Pedro, pues en ese momento también Pedro se vuelve «Discípulo Amado» como nos podemos volver cada uno de nosotros si queremos. Sigamos viviendo intensamente la alegría de la Navidad.

Padre Alfredo.

martes, 26 de diciembre de 2017

«San Esteban, el primer mártir del cristianismo»... Un pequeño pensamiento para hoy

San Esteban es el primer mártir de Cristo, testigo de la encarnación del Verbo de Dios y por eso lo celebramos inmediatamente al día siguiente de la Navidad. San Esteban murió lapidado a las afueras de la Ciudad Santa mientras hablaba sin miedo a los hombres movido por el Espíritu Santo, dando fe de que Cristo es el Mesías esperado para los tiempos finales, y al cual ellos dieron muerte. Era el mismo Espíritu Santo el que ponía estas palabras en boca de Esteban, que lleno del Espíritu contemplaba «la gloria de Dios, y de Jesús de pie a la derecha de Dios» (Hech 7,55). San Lucas —en el libro de los Hechos— describe la muerte de Esteban como consecuencia de la denuncia que el protomártir hace de la conducta infiel a Dios del pueblo elegido, que había dado muerte a los profetas y ahora al Justo de Dios, su santo Siervo Jesús que vino al mundo para nuestra salvación. Al hacerlo así, Esteban no deja a sus oyentes otra salida que la violenta reacción que le ocasiona la muerte. El santo diácono alcanza de este modo la plena configuración con Jesús crucificado en el martirio y, mientras es lapidado entrega como Jesús mismo su alma. La diferencia entre ambas muertes es que ahora, en la muerte de Esteban, Jesús glorificado es quien recibe el espíritu de Esteban, que sigue el ejemplo de Jesús y pronuncia estas palabras de perdón para sus verdugos: «Señor Jesús, recibe mi espíritu (...) Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hech 7,59.60).

Hoy celebramos, pues, a un día después de la Navidad, la fidelidad de san Esteban a la gracia de la fe recibida, cueste lo que cueste, incluso la muerte y, con eso, celebramos también la fidelidad de cada discípulo-misionero que, como él, quiere dar la vida por Cristo. Algo que es muy digno de ser celebrado e imitado apenas celebrando el misterio del nacimiento de nuestro Salvador. Por eso la fiesta de san Esteban es inseparable de la Navidad en la historia del calendario litúrgico de la Iglesia latina. Esta unión del martirio con el nacimiento, pone de manifiesto que, en verdad, no es mayor el discípulo que el Maestro, confirmándose en el martirio de san Esteban, el primero de los mártires, aquellas palabras de Jesús: «los llevarán ante gobernadores y reyes por mi causa; pero el que persevere hasta el final, se salvará…» (cf. Mt 10,17-22). Hoy, por la causa de Cristo, hay hechos que deberían inquietarnos, como nos ha recordado el Papa Francisco en la homilía de la Misa de Navidad y en su mensaje de la bendición Urbi et Orbi como la persecución que padecen en el mundo de hoy los cristianos por millones en tantos países del mundo. Muchos de nuestros hermanos cristianos son perseguidos, ciertamente, entre otros grupos humanos, sobre todo minorías étnicas o religiosas que cargan con sufrimientos inmensos, en un mundo que no sabe desterrar para siempre la violencia; pero el grupo humano más perseguido, según los informes de acreditados organismos internacionales, son precisamente los cristianos.

A la luz del martirio de Esteban debería inquietarnos también que en nuestro mundo «democrático» y «de bienestar» no se pueda sostener el discurso cristiano sobre el sentido de la vida, la sexualidad bien llevada y el matrimonio, la natalidad y el destino trascendente de la persona humana, si no es contemporizando con lo política y culturalmente que se juzga como correcto; es decir, el pensamiento único que quieren imponer quienes pretenden configurar según ese pensamiento  único incluso el orden jurídico, y dictan a la sociedad el discurso de cada momento; llamando a lamentar o aplaudir lo que ellos determinan que es malo y que es bueno, aun cuando la razón natural diga lo contrario. Nosotros tenemos fe y vivimos esperanzadamente, sabiendo que Cristo nació para vencer al mundo. Jesús fue perseguido desde su nacimiento por el rey Herodes, que vio en él un rival que podía desplazarle del poder y ahora sigue siendo perseguido. Pero en el fondo, nuestra sociedad sigue siendo una sociedad de sentimientos cristianos y de grandes tradiciones de fe, aun cuando la secularización de nuestra cultura sea una realidad que avanza y que oscurece, y que exige, por ello, de nosotros una acción evangelizadora a la altura de las circunstancias. Una evangelización capaz de proponer con ilusión el Evangelio y hacer valer sus principios humanistas abrazando la cruz, garantía de la dignidad del ser humano y de su valor y significación trascendente. Que san Esteban nos enseñe a aprender estas lecciones; que nos enseñe a amar la cruz, puesto que, como digo, es el camino por el que Cristo se hace siempre presente entre nosotros y que esta Navidad se acrecienten en nosotros los sentimientos de fraternidad que inspira la contemplación del Hijo de Dios en la humildad de nuestra carne en brazos de María Virgen y que su entrega nos motive como motivó a Esteban a dar la vida. ¡Sigamos viviendo el gozo de la Navidad!

Padre Alfredo.

lunes, 25 de diciembre de 2017

«Navidad es el amor de un Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy

Se terminó hace unas horas la Misa Solemne de la Navidad, arrullamos al Niño, le cantamos y la gente se fue. Me quedé solo en casa, meditando en un canto que hace mucho tiempo que no escuchaba; me vino a la mente el estribillo que dice: «¿Sabes tú qué es Navidad, qué es Navidad... ¡Navidad es el amor de un Dios!» Busqué las estrofas sencillas y profundas en Internet y me ha ayudado a meditar, en la soledad de la noche, en este gran regalo del nacimiento del Mesías Salvador: «En sombras y tinieblas sin luz y sin calor, mi Dios al hombre salva en un derroche de amor... Tu noche y mi noche vagaban sin fin, mi Dios saltó las fronteras y aquí se vino a vivir... Ya no hay que temer, Dios te ha hecho fiar, y salido triunfante, en la empresa del amor». A la luz de este canto popular —tal vez no tanto, porque casi no se escucha— me he puesto a pensar que la Nochebuena y el día de Navidad constituyen una oportunidad única para dejarse envolver por el amor de Dios que, siendo grande, se hizo pequeño y rompe con nuestras pretensiones por amor. Él que siendo rico se hizo pobre, nos invita a amar a su estilo pobre que atrae al pesebre a reyes y pastores. Él, que siendo Dios se hizo hombre, ha proclamado la cercanía y la proximidad del amor divino que viene a nuestro encuentro.

Son muchos los textos de la Escritura que desde ayer en la tarde y durante todo el día se entremezclan en las diversas Misas de esta solemnidad y que la liturgia nos propone para meditar: La Misa Vespertina de la Vigilia: Is 62,1-5; salmo 88; Hech 13,16-17.22-25; Mt 1,1-25. La Misa de la Noche: Is 9,1-3.5-6; salmo 95; Tit 2,11-14; Lc 2,1-14. La Misa de la Aurora: Is 62,11-12; salmo 96; Tit 3,4-7; Lc 2,15-20 y la Misa del Día: Is 52,7-10; salmo 97; Heb 1,1-6; Jn 1,1-18. Me quedo con todos y vuelvo a donde empecé: «¿Sabes tú, qué es Navidad?... Navidad es el amor de un Dios». ¡Qué maravilla! El amor de Dios nos llega en circunstancias de pobreza radical. El Creador del universo ha nacido en un establo, Dios se hace pobre y sin hogar para amar sin fronteras. Pero, ¿cuántos son los que experimentan este amor divino en lo más íntimo de su corazón? El mundo está tan entretenido con tantas compras decembrinas, regalos y cenas, que resulta difícil acordarse del amor de Dios y acogerlo en medio de tanta confusión. Mucha gente se preocupa de que en estos días no falte nada para las cenas y para las vacaciones, pero a casi nadie le preocupa si hace falta el amor de Dios. Por otra parte, el mundo está tan atestado de cosas que no hay lugar para colocar el amor de Dios.

Para muchos tal vez estas fiestas pasarán sin experimentar el amor vivo y gozoso del pequeño Niño de Belén en su corazón. Y quitarán el  árbol y los foquitos, sin que Cristo haya renacido en sus vidas...: «¿Sabes tú, qué es Navidad?... Navidad es el amor de un Dios». Pensando la fiesta así, sólo puede celebrarla desde dentro quien se atreve a dejarse amar por Dios que quiere volver a nacer entre nosotros, en nuestra vida diaria. Este nacimiento es así, pobre, frágil, débil como lo fue el de Belén. Pero es un acontecimiento de un amor real y verdadero. El verdadero regalo de la Navidad es el amor de Dios. Felices los que, con un corazón sencillo, limpio, amoroso y pobre reciben y arrullan al Niño Dios en su corazón.  Felices los que sienten necesidad del amor de Dios porque Dios puede nacer todavía en sus vidas. Felices los que, en medio del bullicio y aturdimiento de estas fiestas, sepan acoger con corazón creyente y agradecido el regalo del amor de un Dios Niño que invita a todos a acercarse al portal. Dejémonos amar por este nuestro Dios que se manifiesta al corazón que se hace sencillo y valora el amor. Y pidamos también en este día, por todos aquellos que tienen que vivir una Navidad en la pobreza, en el dolor, en la condición de emigrantes, en medio del dolor de la enfermedad o la soledad, para que aparezca ante ellos un rayo de este amor de Dios; para que les llegue a ellos y a nosotros ese amor que Dios, con el nacimiento de su Hijo en el establo, ha querido traer al mundo en el regazo de María Virgen y al cuidado de José. Hoy termino mi reflexión cantando: «¿Sabes tú qué es Navidad, qué es Navidad... ¡Navidad es el amor de un Dios!» ¡Te deseo una Feliz Navidad a ti y a todos los tuyos!

Padre Alfredo.

domingo, 24 de diciembre de 2017

«La verdadera Navidad»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hemos llegado a este IV domingo de Adviento, último día del recorrido de este tiempo litúrgico, ya que dentro de unos momentos, estando ya, como estamos, a las puertas de la Navidad, celebraremos la Nochebuena. Este tiempo de Adviento lo hemos recorrido con fe como un tiempo de esperanza en la venida de nuestro Dios, y hoy constatamos que nadie más que María esperó con fe esta venida. Por eso la fe en la Carta a los Romanos (Rm 16,25-17) es concebida por san Pablo como obediencia. La fe implica, efectivamente, que el hombre acepte libremente comprometer su vida y su persona, a imitación de María, al Dios que se revela a él como fiel y veraz y que, renovando a cada hombre y mujer de este mundo, le permite y posibilita obedecer a su voluntad como lo hizo José y lo han hecho todos los santos, hombres y mujeres de buena voluntad a lo largo de la historia desde aquella noche santa siguiendo el modelo obediente de María: «Yo soy la esclava del Señor». La fe de María, según nos narra el Evangelio, es una fe activa, una fe en la obediencia que la empuja a confiar en Dios, a entregarse a Él, una fe que le da fuerza para poner toda su vida al servicio de Dios, para ser corredentora de todos sus hermanos consciente de que es Dios quien edifica la casa que le recibe en esta tierra, el espacio en donde Él se encontrará con toda la humanidad.

En la escena de la Anunciación (Lc 1,26-38), se pone la última piedra de la casa prometida por Dios a David. Se pone, a la vez, la primera piedra del auténtico e indiscutible templo de Dios entre los hombres. El cielo se acerca a la tierra y la tierra escogida para levantar este santuario es María. Ahora las promesas hechas a David se cumplen: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre... y su reino no tendrá fin». En María, la esclava del Señor, tenemos una verdadera creyente, obediente en la fe. Al sentirse favorecida del Altísimo, ella no le responde que la deje pensar un tiempo para calcular las ventajas y los riesgos de aquella propuesta. María reproduce el gesto de Abraham, padre de los creyentes, cuando deja su patria para irse hacia lo desconocido. La persona que obedece a Dios en la fe, se confía en el Altísimo como un pequeñito en los brazos de su madre. Por eso María cierra la escena de la Anunciación con unas palabras que son paradigma de la actitud del creyente: disponerse en obediencia y confiadamente a ser instrumento de la acción de Dios: «Hágase en mí según tu palabra».

Así, el nacimiento del Mesías, de la estirpe de David, es el cumplimiento de la gran promesa que Dios había hecho a su pueblo, la cual se inscribe en la realidad del inminente nacimiento del Niño Dios en Belén. Cada uno de nosotros, predicando a Cristo Jesús, ayudamos a revelar al incrédulo y anestesiado mundo de hoy por el materialismo, un misterio mantenido oculto durante siglos y puesto de manifiesto para este tiempo que nos toca vivir. Realmente, nosotros, en este día de gran cercanía a la Navidad —último domingo de Adviento— hemos de meditar en ese misterio del nacimiento de un Niño que esperaron muchas generaciones y que pronto va a estar entre en nosotros para hacer que nazca en cuantos corazones nos rodeen, porque, entre tanta fiesta atrapada por el consumismo, nuestro mundo «católico» ha comenzado a olvidar el Milagro de Belén. Vivimos en una sociedad cada vez más alejada de lo transcendente, de lo divino y más estancada en lo tangible, en lo limitado, en lo superfluo. Nuestra sociedad, para celebrar la Navidad, se ha inventado unos dioses que siempre fallan y que nada tienen que ver con el Dios que nos salva, con el Emmanuel, con el Dios entre nosotros. Los centros comerciales están atestados y seguramente en estos días estamos asistiendo a la antesala de una crisis económica que viviremos los primeros meses del año, cada vez más difíciles, semanas y semanas que no reflejarán otra cosa que el contraste de un pecado de avaricia y de derroche de lo que no se tenía. Mientras José y María valoran con gratitud el espacio del humilde pesebre, para que nazca el Niño Dios, El dios dinero está traicionado, una vez más, a sus súbditos. Los discípulos-misioneros tenemos mucho que hacer... ayudemos a los nuestros recuperar la esperanza total de que Dios viene a nosotros en forma de Niño y en un humilde portal de Belén. Eso, además de darnos una gran alegría no nos defraudará... estoy seguro. ¡Será la verdadera Navidad!

Padre Alfredo.

sábado, 23 de diciembre de 2017

«Hágase»... Un pequeño pensamiento para hoy

El día de ayer, en el primer libro de Samuel, se nos habló de Ana, el primer personaje de ese libro sensacional. Ella nos dejó la imagen de una mujer que derramó su alma ante Dios suplicándole le concediese la petición más importante de su vida. Ciertamente que hay peticiones que ningún poder humano puede conceder. Ana nos enseña que la oración puede transformarse en un clamor, como la oración de un salmo. La liturgia de hoy, en el salmo responsorial, pide al Señor que nos descubra sus caminos y nos guíe con la verdad porque en él tenemos puesta nuestra esperanza (Sal 24). Solo Dios puede venir a llenar el vacío que la aparente abundancia del mundo deja en el corazón. Vivimos en un mundo que ama el poder, que busca a personas por dinero o fama, que quiere la fuerza, la capacidad, la energía, el poseer. Por su parte, el profeta Malaquías, en la primera lectura de hoy (Mal 3,1-4.23-24) nos dice que ya va llegando el Señor, nuestro Salvador y no viene como los poderosos, ni está entre los fuertes, El Señor viene a reconciliar a los pequeños, a los débiles. Malaquías nos dice que el Señor viene a refinar al pueblo como se refina el oro y la plata. La beata María Inés dirá que la miseria se funde con la misericordia.

Malaquías es un profeta que no tiene vacío el corazón, lo tiene lleno de Dios y quiere que nosotros abramos el corazón para recibirlo con gozo. La Biblia siempre nos presenta a un Dios que atiende al que se sabe pequeño, pobre, necesitado. El mensaje del Evangelio de hoy (Lc 1,57-66) nos habla del nacimiento de Juan el Bautista. La manera en que san Lucas describe este hecho, evoca las circunstancias del nacimiento de las personas que, en el Antiguo Testamento, tuvieron un papel importante en la realización del proyecto de Dios y cuya infancia ya parecía marcada por el destino privilegiado que iba a tener: Moisés (Ex 2,1-10), Sansón (Ju 13,1-4 e 13,24-25) y Samuel (1Sam 1,13-28 e 2,11) de quien hablábamos ayer. Juan es el precursor de Cristo. Ya desde su nacimiento e infancia tiene una misión muy especial, él apunta a Cristo. «¿Quién será este niño?» Él es «la voz que grita en el desierto» (Jn 1, 23), animando a todos a preparar los caminos del Señor. No es él el Mesías (Jn 1, 20), pero lo indica con su predicación y sobre todo con su estilo de vida ascética en el desierto. Él entretanto «crecía y se fortificaba en el espíritu. Vivió en regiones desérticas hasta el día de su manifestación a Israel» (Lc 1, 80). Un gran mensajero, el mensajero. Todos, como discípulos-misioneros de Cristo, estamos llamados con nuestra vida a ser una especie de «Juanes Bautistas», y hacer lo que él: señalar quién es el Cordero de Dios. «Este es el Cordero de Dios» decimos en cada Misa. 

Nuestro ser y que hacer en cada una de nuestras vocaciones específicas —laico casado o soltero, religioso, sacerdote— debe ser señalar con el dedo dónde está Jesús, dónde se le puede encontrar, dónde quiere nacer de nuevo entre nosotros. Estamos ya casi terminando el tiempo del Adviento para celebrar la Navidad invitados a ser mensajeros entre nuestros hermanos, con humildad y sencillez, sabiéndonos pequeños, pero poniendo nuestra miseria al servicio de la misericordia divina actuando con valentía y capacidad profética, denunciando toda forma de denigración e injusticia. Para ello, hay que tener ojos para ver a los mensajeros que Dios nos ha enviado en nuestra vida, así también nosotros podremos ser mensajeros para otros, podremos ser un Juan el Bautista que ayude a otros a encontrar al Señor, al Cordero de Dios. Cuando el pueblo de Dios estaba bajo el imperio romano, sufriendo y clamando por ayuda, Dios les envió un niño quien derrotará al mal, a la muerte y al pecado, no con la fuerza, sino con un símbolo de pequeñez y miseria humana: la cruz. Como me decía Paco García Coronado ayer en un mensajito de Whatsapp: «Dios vino a este mundo en los brazos de María y dejó este mundo bajado de la cruz en los brazos de María». ¡Qué ella, ansiosa ya de que llegue Jesús a este mundo, nos ayude a poner también nuestros brazos, pequeños, pobres, sencillos, para recibirlo y dejar que toda la humanidad se acerque a adorarle!... ¡Qué todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero! Que tengas un sábado lleno de bendiciones y de amor con gratitud al «Hágase» que pronunció María.

Padre Alfredo.

viernes, 22 de diciembre de 2017

«El Magnificat de María, el Magnificat de la Iglesia»... Un pequeño pensamiento para hoy

En el primer libro de Samuel, que leemos hoy en Misa, Ana da gracias por el nacimiento de su hijo Samuel (1 Sam 1,24-28) y en el Evangelio, María canta y da gracias —frente a Isabel, que también será madre— por las maravillas que el Señor ha hecho en ella (Lc 1,46-56). De manera que la liturgia, hoy está llena de gratitud por el regalo de Dios en la vida de estas tres mujeres, al darles el gozo de la maternidad. ¡Qué pena por las madres que no piensan así, que reniegan de su maternidad haciendo hasta lo que para que algunas vidas no nazcan o deshaciéndose de los hijos ya nacidos! Dios nos ha hecho libres, y no puede quebrantar ese don, aunque hombres y mujeres, no siempre seamos dóciles y no siempre dejemos al Espíritu Santo actuar en nuestras vidas. Quienes creemos en Dios, y lo amamos con la misma intensidad de Ana, de Isabel y de María, sabemos que una gran parte de lo que somos y hacemos se lo debemos a Dios, a la obra de su gracia y de su amor en nosotros.

Ana e Isabel, entienden que la mano de Dios ha estado en el prodigio de su maternidad como respuesta a su confianza en su porfiada oración. Samuel es hijo de la oración de Ana; Juan es hijo de la generosidad de Dios para con Isabel. No es la naturaleza, ni los humanos, ni la ciencia, quienes empujan la historia de la salvación, sino el amor de Dios, que escucha la oración y da con generosidad a manos llenas, siendo capaz de fecundar lo estéril y vigor a las naturalezas seniles y gastadas. Esta misma gracia ha dado a María la facultad de engendrar a Cristo para todos los rincones de nuestro mundo. Su canto está lleno de gratitud como la oración de Ana y la gratitud de Isabel por la generosidad de Dios: «Me llamarán dichosa todas las generaciones», dice María (Lc 1,48). Así actúa Dios. Pone en los pequeños y sencillos la luz de su amor para escribir con los hombres de todas las generaciones una impresionante historia de esperanza imprimiendo el «Sí» de María, de Isabel, de Ana y de todo ser humano, hombre y mujer que, con toda libertad, colabora a escribir la historia de nuestra salvación. Estoy seguro que así lo reconocen mis queridos amigos Osvaldo Batocletti (El «Bato», el «Tigre más Tigre», esposo, papá, apóstol de la sencillez) y Delia Bernasconi (también dichosa como su marido, mamá de dos hijas maravillosas: Gaby y Marce), que hoy celebran 45 años de vida matrimonial; de todo corazón les mando mi saludo y la felicitación prometida, luego de haberles dado la bendición antier en mi natal Monterrey.

Hay muchos motivos por los cuales la Iglesia se sirve del Magníficat para expresar su gozo por la llegada del Mesías, haciendo suyas estas hermosas palabras. Cuando oramos con el Magníficat, lo que estamos cantando es nuestro gozo, nuestra alegría y nuestra esperanza porque va a venir —y estamos esperando que venga— el Mesías redentor y porque hace maravillas en nuedstras vidas. Esta oración ensalza el gozo del Adviento que celebra la venida del Mesías, no solamente la venida inmediata de la Navidad, sino también la venida del Mesías al final de los tiempos, para la que hemos de estar preparados. Así que no podemos llegar, ni a la Navidad ni al último día «tristeando» y dando gusto a Nietsche que decía: «Los cristianos tienen muy poca cara de redimidos». Necesitamos estar llenos de gozo, compartiendo y cantando profundamente «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo» (GS 1). El Magnificat es el espejo del alma de María y de toda alma buena que se abre al misterio de Dios y rebosa de esa alegría que siente al ver cómo es Dios, que no puede hacer otra cosa que cantar con júbilo. La canción de gozo de cada discípulo-misionero al ir llegando a la Nochebuena, ha de ser una gran noticia para toda persona que está alrededor. Bien decía san Ambrosio: «Que el alma de María esté en cada uno para alabar a Dios; que su espíritu esté en cada uno para que se alegre en el Señor». Dejémonos querer como Ana, como Isabel, como María, dejemos que nuestro pobre corazón se regocije, dejemos que el nacimiento del Niño Dios llegue a nuestro ser; porque llega a todos, especialmente y con fuerza a «los humildes» y a los «hambrientos» para colmarlos de bienes y regalarnos, además, el gozo de la vida eterna. Así que llegará también el último día por todos, y el día que nos toque, por cada uno. Por cierto, antier llegó a llamar a las puertas del corazón de mi querido Rubén Ayala, a quien seguro ha encontrado ya maduro para entrar a ese juicio de amor que a todos nos espera. Descanse en paz Rubén... y Cuquita y todos los que nos quedamos aquí, a echarle ganas porque el Señor espera nuestro «Sí». ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 21 de diciembre de 2017

La Virgen María y su amistad con el Señor… Algunos fundamentos bíblicos


LA VIRGEN MARÍA… UNA AMISTAD INCOMPARABLE
Los amigos ni se mendigan ni se compran, salen espontáneos.
(La anunciación Lc 1,28).

AMISTAD DE INTIMIDAD EN EL DIÁLOGO 
Guardar la intimidad en gran y meditativo silencio
(María todo lo guardaba en su corazón Lc 2,19).
Interés profundo por los otros
(Somos hermanos codo a codo. De camino a ver por Isabel Lc 1,39-40).

AMISTAD EN SINCERIDAD
No hay lugar para la hipocresía
(Me llamarán bienaventurada Lc 1,48).
Amistad sin caretas
(He aquí la sierva del Señor cita bíblica pendiente……..

AMISTAD QUE NO EXIGE EXPLICACIONES 
Confianza, credibilidad
(Cita bíblica Lc 1,38)
Ella no indaga, no investiga, no sospecha
(Tu padre y yo te hemos estado buscando Lc2,51).

AMISTAD SIEMPRE ABIERTA A CONTINUAR, A PESAR DE TODO
Vivir a la sorpresa de Dios
(¿Cómo será esto si no conozco varón? Lc 1,34)

AMISTAD AUTÉNTICA QUE NUNCA VA CONTRA LA PROPIA CONCIENCIA
Una amistad libre
(La sierva del Señor Lc 1,30).

UNA AMISTAD DE LA QUE NO SE ABUSA PARA PROVECHO PROPIO
Pensando en los demás amigos 
(Hagan lo que él les diga Jn 2,5).

AMISTAD QUE SIEMPRE PIENSA EN AYUDAR
María auxiliadora 
(María permaneció con Isabel Lc 1,56).
Acompaña y alienta
(Presencia de madre y amiga con los discípulos Jn 19,26-27).

AMISTAD CON DETALLES
Amistad en la vida ordinaria
(La vida de la Virgen es ordinaria Lc 11,27-28).

AMISTAD QUE DEFIENDE Y ARRIESGA TODO SI ES PRECISO
Nada vale más que la amistad con el Señor

(La pobreza del pesebre de Belén Lc 2,7).

Padre Alfredo.

¿Tenemos que ir dos veces a misa este Domingo 24 de diciembre de 2017?

Todos los miembros de la Iglesia tenemos la obligación de participar en Misa plena, consciente y activamente cada domingo, y, además, los días marcados como obligatorios, como lo manda el mandamiento de la Ley de Dios (Santificarás las fiestas – Ex 20,8-10; Ex 31, 15; Dt 12,15) y el mandamiento de la Santa Madre Iglesia. En México los días de obligación son: El 1 de Enero, día de María Madre de Dios; El jueves de Corpus, celebrando el Cuerpo y la Sangre de Cristo; el día 12 de diciembre, en honor de Nuestra Señora de Guadalupe y, el 25 de diciembre, por el nacimiento de nuestro Redentor.

En este año 2017, la misa del 24 de diciembre, corresponderá al IV domingo del Adviento, lo cual quiere decir que que si participamos en la «Misa de gallo» o Nochebuena (que por razones pastorales en algunos lugares se celebra en horas tempranas de la noche y no estrictamente a la medianoche) será otra Eucaristía (lecturas, oraciones, etc) distinta a la misa correspondiente al IV domingo de Adviento y con ella cumpliremos con el precepto no del domingo, sino del lunes 25. La «Misa der Gallo» se celebra tomando en cuenta dos versiones que se manejan al respecto en la tradición de la Iglesia Católica: Por una parte se dice que esa celebración, al igual de la de la Vigilia Pascual, tenía lugar en la Basílica de S. Petrum in gallocantum (San Pedro del canto del Gallo). Por otra parte se cuenta que el nombre esta misa se debe a que un gallo fue el primero en presenciar el nacimiento de Jesús y posteriormente se encargó de anunciarlo.

Dado lo que este año sucede y que no acontecía desde el 2006 en que el 24 es domingo y el 25 lunes, vale la pena tomar en cuenta algunas recomendaciones pastorales para cumplir con esta obligación que, más que eso, se trata de una cuestión de amor a Dios que nos ha enviado a su Hijo Jesús como Mesías Redentor:

El 24 de diciembre (durante el día) todos tenemos la obligación de asistir a la misa dominical correspondiente al IV domingo del Adviento.

Si queremos participar el domingo en la Misa de Gallo, no debemos descuidar asistir a misa durante el día, o excusarnos diciendo que es durante el mismo domingo 24. Son Eucaristías diferentes.

Si por razones no podemos asistir dos veces a misa el domingo 24, debemos asistir a la misa del IV domingo de Adviento (es decir, durante el día) y asistir a misa el 25 de diciembre, que es el precepto de la solemnidad de la Natividad del Señor.

Podemos asistir a misa el sábado 23 por la tarde, vísperas del domingo, para cumplir con el precepto del IV domingo de Adviento, y luego, el domingo a Misa de Gallo o el lunes 25, para cumplir con el precepto de la solemnidad de la Navidad.

Quien asiste a Misa del IV domingo de Adviento y a Misa de Gallo el 24, puede comulgar en las dos misas si está debidamente preparado.

¡Feliz Navidad a todos!

Padre Alfredo

«Agradecer el amor de Dios que nos une»... Un pequeño pensamiento para hoy


En la Biblia, en el Antiguo Testamento, hay un librito que está compuesto de requiebros, cantos y poemas de amor iguales o parecidos a los de la poesía amorosa popular de todos los tiempos y de todas las culturas. Es el «Cantar de los Cantares». El título en cuestión es un superlativo, como amor de los amores, rey de reyes o señor de los señores. Debería traducirse más bien como: «El mejor de todos los cantares». Es un libro que se interpreta alegóricamente como del amor entre Dios (el amado) y su pueblo (la amada). Y los profetas utilizan esta alegoría del amor entre hombre y mujer, o la del matrimonio, para referirse a las relaciones de Dios con su comunidad (cf. Os 2; Is 54; Ez 16). Algunos han traducido cristianamente este tipo de interpretación aplicando el concepto del novio a Cristo y el de la novia a su Iglesia. El Nuevo Testamento habla de las bodas del Cordero —que es Cristo— con su Esposa, la Iglesia (Ap 21). El Cantar de los Cantares nos habla del loco amor de Dios a todos nosotros, cuestión que no encuentra otro ejemplo mejor que relatarnos la experiencia de un hombre enamorado con su enamorada. El amado, el enamorado, pide el amor, desea ardientemente el encuentro con la enamorada. 

Este encuentro entre dos amores, es lo que celebramos cada Navidad. Todo un Dios que guiado por su loco amor hacia el ser humano, es capaz de hacerse hombre, venir a nuestra tierra y declararnos su amor gozándose con nuestro amor buscando ser correspondido. Un amor que le lleva a señalarnos el camino que nos conduce a vivir una vida con sentido, un amor que se pone de rodillas delante de nosotros y nos lava los pies, para que le imitemos en la entrega de nuestra vida. Un amor que nos deja el alimento de su cuerpo y de su sangre, un amor que nos invita a resucitar para siempre a una vida de total felicidad… ¡Así es nuestro Dios… el eterno Amado descrito por el libro del Cantar de los Cantares en la primera lectura de la Liturgia de hoy! (Cant 2,8-14). ayer palpé, de manera muy cercana, ese amor en toda la gente que, en un día agitado —agitadísimo diría más bien— viví en Monterrey, empezando con tía Cecy y mis papás en las primeras horas del día; Rogelio, Elisa y sus hijas al mediodía; Isaías —no el de la Biblia, sino el doctor; aunque igual que el profeta es una bendición—, Yoyina mi cuñada en la tarde y cerrando con broche de oro la Misa de 7:30 en el Rosario con los Cornejo-Elizondo, para depositar las cenizas de María de Jesús; además de saludar, entre otros, a Leo, Chuy, Carmina y Oscar; tía Elsa, Luis y Sandra; Osvaldo, Delia, Lucas, Gaby y sus hijos; Nelda, Adriana, Lulú y familia; Paco y Gloria, Sarita; Lupita Méndez y familia; Marisol y sus hijos; Rosa Margarita, Luis Carlos y familia, el soldado del amor y familia; Esthela, Jaqueline, Héctor y Laura; Lupita, Laura Cecilia, Lupina... Ya noche, en el aeropuerto, el gozo de saludar a Amada. En fin, tanta gente en la que palpo el amor de Cristo para con su Iglesia y que no acabaría de mencionar. Amor a Dios y amor de Dios como en el que vivió sumergida siempre Raymunda, mi fiel colaboradora en Cáritas —cuando era párroco de Cristo Rey— y que hoy fue llamada a la presencia de Dios. Desde aquí acompaño a mi compadre Ramiro y su familia en estos momentos en que Dios pide fe en ese su amor que llama a ir a su encuentro. 

¡Cómo no agradecer el amor de Dios que viene a nuestro encuentro porque, viéndolo así, cada día —a pesar de que se viva lo que se viva— es Navidad! Amor de distintas formas y múltiples expresiones. Amor fraterno entre amigos, amor con Cristo que ilumina eternamente el alma. Amor que se ancla en el interior del corazón de quien vive al ritmo de la Iglesia que espera al Amado como María esperó a Jesús en el Adviento. Está llegando el Amor de Dios y la Palabra nos muestra hoy dos bellos relatos: El Cantar de los Cantares y la espera de María, que no puede soportar más la alegría que lleva dentro llena de amor y la tiene que compartir con alguien, con su prima Isabel (Lc 1,39-45). El gozo de María, como el nuestro en Cristo, es siempre expresivo y expansivo. No se lo puede uno guardar. Así como a la Madre de Dios le resulta imposible quedarse callada, así también a nosotros, la alegría de esperar con ansia la llegada del amado de nuestras almas, sea reviviendo la Navidad o esperando la segunda venida del Mesías, nos hace exultar de gozo y nos invita a compartir la alegría, de tal modo que, se contagia y se propaga más rápido, tal vez, que cualquiera de esos virus computacionales que se pegan aquí, allá y acullá. Ya muy próxima la Nochebuena, dispongámonos a acoger a nuestro Amado, a nuestro Dios, que quiere nacer en nuestro corazón y amemos a nuestros hermanos y hermanas como Él los ama, como dice Christian: «De aquí hasta el cielo». ¡Gracias a todos por su cariño, sus oraciones y su testimonio de amor... bendecido jueves eucarístico y sacerdotal!

Padre Alfredo.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

«Una señal»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy nos volvemos a encontrar de nueva cuenta con Isaías, quien en la primera lectura de la Liturgia de la Misa de hoy nos ofrece el texto en el que la Iglesia ha visto un anuncio de «El Mesías Salvador», el verdadero y definitivo «Dios-Con-Nosotros», Emmanuel. La invitación del texto de Isaías es clara, se centra en algo esencial para nosotros en este tiempo de Adviento: El profeta nos invita a ser fieles al Señor y tener confianza, porque nos va a nacer un rey salvador, que será «Dios-con-nosotros». El niño al que Isaías se refiere pudo ser históricamente el mismo hijo del rey, próximo a nacer. Pero, en el contexto profético, no puede quedar duda de que designa ya al Mesías. Y con él –como parte integrante del mismo signo– queda asociada la madre siempre virgen. Dios presenta ese milagro con la partícula «he aquí» (ecce) que señala que va a manifestarse un signo de poder. Así veíamos ayer en el nacimiento de Sansón (Jueces 18,7), de Juan Bautista (Lucas 1,20), por ejemplo. El «he aquí», que anuncia la concepción y el parto virginal de Cristo, tiene un sentido de señal de que nacerá alguien poderoso.

Vista la profecía ya cumplida en Cristo, con una mirada retrospectiva, nos es obvio concluir que esa Virgen de la que habla el profeta es María. No podría ser (de ninguna manera lo dice el texto) que la señal fuera una simple y común concepción. De haber sido así, no sería una señal para nadie, pues es lo más normal concebir y dar a luz un hijo. Esta señal, sin embargo, a la luz de la revelación posterior, viene confirmada en el anuncio del ángel a María siempre Virgen (Lucas 1,26-38). Hoy hay mucha gente que no cree en la virginidad de María, pero, a pesar de las resistencias y oposiciones que el hombre ponga y discuta, Dios seguirá llevando adelante su proyecto salvador en nuestro mundo a la manera en que Él, como dueño y Señor de la creación y de la historia, disponga. El creyente, movido por la esperanza, afirma con su vida y su palabra que Dios, en su providencia solícita, nunca se equivoca en el modo de actuar con los hombres porque busca siempre su bien y eligió a una Virgen para traer al mundo al Salvador. El plan de Dios es, con frecuencia, misterioso pero eficaz para el hombre de ayer y de hoy. El discípulo-misionero debe iluminar su entorno desde una fe adulta y madura confiando en que la Iglesia ha sabido interpretar debidamente el Evangelio.

La señal de señales que Dios nos puede dar, es la Anunciación. María virgen se fio de esa señal, siguió toda indicación y todas las demás señales que Dios les fue dando hasta llegar al pie de la cruz para acompañar luego a los discípulos en espera del Espíritu y para ser modelo de la Iglesia servidora del Señor. ¿Qué señales vemos nosotros en este Adviento? ¿Qué nos querrá decir el Señor? ¿Por dónde va nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor? Estamos ya muy próximos a la celebración de la Navidad, nos quedan unos cuantos días para terminar de preparar nuestros corazones. ¿Cómo vamos a recibir este año a Jesús? ¿Está nuestro corazón limpio y expectante ante su llegada? En nuestras familias, comunidades, parroquias… ¿hemos preparado un espacio para el Señor? Seguro que en casa ya tenemos puesto el nacimiento, una imagen del Niño Jesús, o algún otro signo que nos recuerde lo que vamos a celebrar. ¡Qué montón de preguntas me he dejado hoy? El salmo 23, que es el salmo responsorial de hoy, tiene una frase que me invita a ir al pesebre y por cierto, empieza con una pregunta: «¿Quién podrá entrar en su recinto santo? El de corazón limpio y manos puras y que no jura en falso». Me quedo con eso y creo que tú también. ¡Bendecido miércoles! Yo lo pasaré parte en el cielo y parte en mi tierra linda y querida —si Dios quiere–, pues voy en viaje relámpago a Monterrey en un ratito más, para volver a media noche.

Padre Alfredo.

martes, 19 de diciembre de 2017

«EN CAMINO»... Un pequeño pensamiento para hoy

En la valiosa Exhortación apostólica «Verbum Domini», que Benedicto XVI escribiera en el 2010 para poner por escrito las propuesta de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos de 2008 con el tema «La Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia». El Papa Emérito escribió una pequeñísima frase que quedó grabada en mi mente y en mi corazón: «Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia él» (V.D. 32). ¡Poquísimas palabras, pero llenas de contenido! Este es, para mí, el resumen del Adviento: «Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia él». El caminar cristiano es una carrera (1Co 9,24-27). El caminar del cristiano es una carrera (1Co 9,24-27) hacia el encuentro con el Señor. La vida cristiana se llama en los Hechos de los Apóstoles «el camino» (9,2; 18,25,24,22). En este camino hacia Dios abundan las pruebas y caídas (1P 1,7) las grandes privaciones (1Co 9, 24-26) y el hacerse violencia (Mt 11, 12) muchas veces sin entender sus designios, como le sucedió a la esposa de Manoa, la mamá de Sansón, según nos narra la primera lectura de hoy (Jue 13,2-7.24-25), o como le pasó a Zacarías con todo y sus dudas (Lc 1,5-25), según nos narra san Lucas en el Evangelio de hoy. Pero en esta carrera hacia el encuentro con Dios y su santísima voluntad, el ser humano no camina solo, porque Dios mismo es su acompañante y es sólo Él quien puede llevarle a su plena realización.

El ser humano no se satisface plenamente en su relación con las cosas —como insisten en vendernos estos días con todos los reclamos publicitarios—. Dios, para seguir llegando al corazón de cada hombre en la humanidad, tiene un proyecto para cada uno de nosotros, de manera que seamos instrumentos de su gracia y ocupemos un puesto en la historia de la salvación. Ni la esposa de Manoa ni Isabel, la esposa de Zacarías, serían la madre del Mesías, pero sí darían a luz a dos grandes hombres que prefigurarían el gozo de la llegada del Salvador. Curiosamente se trata de dos mujeres «estériles»: Por un lado la esposa de Manoa es bendecida con la visita del ángel del Señor y la fertilidad de su hijo Sansón, futuro jefe carismático de Israel; por otro, Isabel, la esposa de Zacarías, bendecida con la fertilidad de su hijo Juan, el Bautista, anunciada a su esposo por el Ángel Gabriel. 

Dios es capaz de transformar dos situaciones de esterilidad en fertilidad. La fe de estas dos mujeres bíblicas es premiada con la fertilidad. Hoy, la mayor desgracia para mucha gente, aunque no se den cuenta, es «caminar» sin ton ni son por la vida en una esterilidad sin frutos. Comprando sin pena ni gloria para llenarse cosas sin ir al encuentro del Mesías, sin ir al encuentro de nadie. Tal vez muchos de ellos pasen por este mundo sin dejar nada significativo, sino un montón de deudas de tarjetas «hasta el tope», que se pagarán por sí solas gracias a la llegada inesperada de la muerte. No nos puede pasar así a nosotros. El nacimiento de Jesús debe hacernos fértiles, porque nos llena de vida, de amor, de paz, de esperanza, de gozo y alegría, para repartirla a los demás en nuestra condición de discípulos-misioneros, a imagen de las piñatas que ahora se quiebran noche a noche en las posadas y llenan de alegría a los que corren a recoger los dulces y la fruta que brota al golpe de «dale, dale, dale, no pierdas el tino...» El amor del Mesías anhelado, que ya llega, nos fecunda para que nosotros sigamos amando allí donde estemos. Eso es ser fértiles. Eso es entender que «Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia él». Pidámosle a María, que también va en «camino» pidiendo posada con José, que nos permita encontrar y recibir a su Hijo Jesús, y que nos alcance la gracia de sostener nuestro corazón en el arduo trabajo diario de santificación, buscando posada para Jesús en el propio corazón y en el de quienes nos rodean. Amén.

Padre Alfredo.

lunes, 18 de diciembre de 2017

«El renuevo»... Un pequeño pensamiento para hoy


Ayer iniciamos la tercera semana de Adviento. La Navidad es ya inminente y, en nuestro caminar hacia el gozo de esta celebración, nos encontramos hoy, en la liturgia del día, con el profeta Jeremías (Jer 23,5-8). Un profeta que más bien es recordado por sus «lamentaciones» por el mal comportamiento de un pueblo que se había alejado del Señor. Hoy aparece ante nosotros para traernos una palabra de salvación. El profeta anuncia, en boca de Yahvé, la llegada de alguien que hará justicia y derecho, y permitirá que el pueblo pueda vivir seguro. Si en su tiempo esa palabra era difícil de creer, la realidad que rodea nuestra condición actual, parece que convierte esa esperanza en una quimera inalcanzable. ¿Qué clase de certeza habitaba en el corazón de Jeremías para manifestarse con tal seguridad? La respuesta nos la ofrece de inmediato él mismo: «Miren: Viene un tiempo, dice el Señor, en que haré surgir un renuevo... un rey justo y prudente» (Jer 23,5). El «renuevo» es un «brotar» y se empleaba en el antiguo Oriente para describir el heredero legítimo al trono (Jer 33,15; Is 4,2; Zac 3,8;6,12). Este heredero será un rey ideal. Él actuará con prudencia y hará lo que es justo y recto. Durante su reinado «será puesto a salvo Judá, e Israel habitará confiadamente y a él lo llamarán con este nombre: “El Señor es nuestra justicia”» (Jer 23,5-6; cf. 3,17;33,16; Ez 48,35; 1 Cor 1,30).

Esta noticia esperanzadora sigue vigente hoy, porque también para nuestra sociedad y para cada uno de nosotros viene ese «renuevo». El reto que nos plantea Jeremías este día de Adviento es si estamos dispuestos a acoger en lo profundo de nosotros mismos (y no en la cabeza, que la tenemos llena de ideas) la salvación que se nos anuncia, convirtiéndonos así en testigos e instrumentos de la presencia de Dios en la realidad que nos rodea y con los elementos que tenemos. Por su parte, el Evangelio de hoy nos presenta la figura de San José, (Mt 1,18-24), quien con toda seguridad esperaba también a ese «renuevo». Pero, para ello —según fue involucrado— tuvo que acoger en lo profundo de sí mismo el plan de Dios, que, en primera instancia era incomprensible. El desposado con María tuvo que sufrir unos días para no repudiar a su prometida y comprender, con todo un proceso, que Ella esperaba a ese brote de David que era el Mesías Salvador y que llegaría por obra y gracia del Espíritu Santo. Yo creo que, el día de hoy, Jeremías y José nos enseñan a confiar, a ser dóciles a la voluntad de Dios, a no anteponer nuestras perspectivas, no siempre amplias y nunca más lúcidas que las del Señor.

La intervención de Dios se hace necesaria para que José —quien sabía de aquellas promesas de las que habla Jeremías— participe y no quede fuera del misterio de la Encarnación. El ángel disipa sus dudas, le anuncia el milagroso nacimiento y le encarga, como a padre legal, imponerle el nombre Jesús, que significa «Dios salva». Jesús hará lo que es propio del Mesías, restablecer la justicia liberando al hombre oprimido bajo el peso del pecado. Así es como prepara Dios para su Hijo, un hogar en el mundo, padres que lo eduquen y lo protejan hasta que se valga por sí mismo, un nombre, unos antepasados que lo vinculan a las más queridas esperanzas de Israel. Un ambiente en el cual pueda crecer en la realización de su misión. La historia de Jesús, es la historia de una esperanza cumplida, que ya estaba presente en su pueblo, pero que se presenta con otras constantes: silencio, pobreza, misericordia, debilidad, compasión. Esperar a Jesucristo, como Hijo de Dios, supone dejarlo ser Dios y no encasillarlo en las lógicas humanas. Dios rompe la medida de nuestros planteamientos y especulaciones. Aún es posible que Dios se revele y nos invite a ver las cosas de manera diferente. En este Adviento, esforcémonos para que, con una disponibilidad como las que tuvieron José y María, seamos instrumentos del nacimiento de Cristo en quienes nos rodean, de manera que también ellos, como nosotros, experimenten la cercanía y ternura del Emmanuel, que es Dios con nosotros. ¡Un bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 17 de diciembre de 2017

«Me alegro en el Señor que ya llega»... Un pequeño pensamiento para hoy


«Me alegro en el Señor con toda el alma y me lleno de júbilo en mi Dios» (Is 61,10). En medio del clima de oración y penitencia, tan propio del Adviento, la Iglesia en la liturgia de este Tercer domingo del tiempo de Adviento, nos exhorta por boca del profeta Isaías a que nos llenemos, hasta desbordar, con el gozo del Señor. Aunque parezca un contrasentido, así ha de ser: gracias a la oración y a la penitencia el alma se purifica y se acerca más a Dios, hasta sentir ese gozo inefable de estar junto a él, de rozarle y abrir el corazón a su amor entrañable. Por eso san Pablo dice a los Tesalonicenses: «Vivan siempre alegres, oren sin cesar, den gracias en toda ocasión, pues esto es lo que Dios quiere de ustedes en Cristo Jesús» (1 Tes 5, 16-18). Este último capítulo de esta carta del Apóstol de las Gentes, nos recuerda las acciones del cristiano ante la realidad del regreso de nuestro Salvador. Si nuestra actitud no conduce a una vida de alegría, de oración y de gratitud, algo funciona radicalmente mal. La Venida de Cristo, tiene que ser para nosotros una cuestión alegre, una esperanza viva y estimulante de nuestra fe. Su venida impulsa hacia una vida de acción; los creyentes muertos descansan en Jesús y los creyentes vivos estamos despiertos para Jesús, esperando su segunda venida y reviviendo su primera visita a este mundo encarnado en el seno de María.

«Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren...» (Is 61, 1). Dios Padre se compadeció del sufrimiento de sus criaturas y quiso consolarlas, aliviarlas por medio de su Hijo Unigénito. Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre, vino a nuestra tierra a llenar de alegría los corazones afligidos, para enseñarnos a orar reconociendo a Dios nuestro Padre y para motivarnos a agradecer la elección que de nosotros ha hecho para ser sus hijos. Con él llegó la paz y la alegría para cuantos gimen y lloran en este valle de lágrimas. Con él nos llega, en efecto, el perdón divino, el tesoro inapreciable de la Redención. Por eso la alegría, la oración y la gratitud serán siempre parte importantísima de la vida espiritual, porque ellas son el reflejo de la paz que se experimenta en el interior el discípulo-misionero de Cristo al haberlo recibido. La oración es la expresión de un corazón necesitado, agobiado por la necesidad de volver a su origen y la gratitud proviene de un corazón regenerado en la verdad y el amor. Así nos preparamos a la Navidad; no nos preparamos a unas fiestas sin sentido. Mucho menos con unos días en los que, las Posadas se convierten solamente en comilonas y derroche de alcohol. Los que queremos ser auténticos cristianos vamos mucho más allá. 

Es el momento adecuado para ponernos en marcha y no perder la esperanza. Cuando colocamos nuestro centro en Dios, Él siempre nos da la respuesta apropiada a la incertidumbre, la luz en la oscuridad y el júbilo frente a la tristeza. Dios no nos proporciona recetas mágicas de cara a conseguir unas sonrisas fingidas. Es bueno que, nuestra alegría, sea sincera. Fruto de nuestra vivencia interior De nuestro encuentro personal con Cristo. Acompañemos a José y a María en estos días previos a la Navidad con el Magnificat que María entona como una explosión de júbilo tras dar su «SÍ» a Dios y que la liturgia de hoy propone como salmo resposorial y hagamos caso del mensaje que Juan el Bautista nos da (Jn 1,6-8.19-28) para hacer espacio en el corazón, de manera que Jesús pueda nacer ahí. ¿Qué nos podremos proponer, hacer, acondicionar, planear, cambiar o almacenar, para ofrecérselo al Niño-Dios, que está pronto a nacer? ¡Feliz y alegre domingo, lleno de bendiciones!

Padre Alfredo.

sábado, 16 de diciembre de 2017

«Hoy empiezan las Posadas»... Un pequeño pensamiento para hoy


Para vivir el Adviento es necesaria una mirada nueva y un corazón nuevo, de manera que uno no se despiste al buscar los caminos de Dios y para responder con generosidad y alegría a la llamada exigente de su llamada. No todos están dispuestos a entenderlo y, menos aún, a vivirlo. Es más, nuestras vidas y nuestros proyectos pueden estar oponiéndose a la voluntad del Señor a pesar de que todo nos hable de que la llegada de la Navidad es ya cercana. Hoy, en la tradición mexicana, se inician las Posadas, aunque a decir verdad, para muchos han empezado casi a fin del mes pasado, pero con otro tinte que no es el de las tradicionales —fiestas «godinas», desayunos en restaurantes con amigas, bailes con gente con la que nada se tiene que ver el resto del año, etc.— Pero, para el hombre y la mujer de fe estos días, del 16 al 24, reflejan la cercanía de Dios con el pueblo, y del pueblo mismo, que celebra el hecho de que Dios viene a nosotros continuamente, como Dios de paz y Dios de amor. Nueve días que en esta tradición mexicana que se ha extendido a otros países, representan los nueve meses que Jesús estuvo en el vientre de María. El tema central es la zozobra de José y María, que no tienen un lugar digno para el Hijo que está a punto de nacer. Van pidiendo posada y, al no encontrar ningún lugar, el Niño Jesús, nace en un establo y lo recuestan en un pesebre. San Lucas nos lo cuenta, de una manera que no puede ser más hermosa y conmovedora a la vez (2,1-21). Las Posadas son para prepararnos a recibir al Señor que ya viene a salvarnos.

Ciertamente a este Mesías salvador se le esperaba desde el Antiguo Testamento. Los escribas de aquellos años esperaban que Elías precediera la venida del Mesías (Eclo 48,1-4.9-11) y tenían razón, pero no supieron descubrirlo en Juan el Bautista (Mt 17,10-13). A Elías, en la persona de Juan, lo trataron a su antojo, y lo mismo hicieron luego con Jesús. La figura de Elías, un hombre de una condición idéntica a la nuestra, nos muestra cómo Dios auxilia a quienes acuden a Él mediante la oración, especialmente en los momentos de tropiezo y dificultad. Elías es un elegido por Dios para ser portavoz de su mensaje de salvación entre los hombres. La actuación de Elías nos debe animar a ser valientes a la hora de dar testimonio de nuestra fe, como debe ser en estos días de las Posadas. En cada una de nuestras reuniones de estos días no puede faltar el rezo, la devoción, el testimonio de una vida cristiana que busca ayudar a los corazones a recibir al Señor. Nuestras posadas no pueden ser solo comida y bebida, porque nuestra fe no se puede quedar encerrada o empobrecida, se debe reforzar en estos días de fiesta previa a la Navidad con el anuncio, con el testimonio y con un compromiso concreto que se hace invitación a todos para nacer de nuevo, abrir los ojos a la gracia de Dios y sentir la Luz del Redentor que viene a nuestro encuentro.

Cada día, cada momento, en cualquier instante el Señor viene a nosotros, ¿estás preparado? ¿Pondrás tu casa para que los vecinos toquen a tu puerta con todo y peregrinos? ¿Conoces bien el sentido de cada uno de los elementos tradicionales de una Posada como son las letanías, los cantos para pedir posada, las velitas, la piñata, etc.? El libro del Eclesiástico preveía la vuelta de Elías al final de los tiempos, volviendo otra vez a un tema del que ya había escrito antes. A Elías se le reserva para «hacer que el corazón de los padres se vuelva hacia los hijos y congregar a las tribus de Israel» (Eclo 48,10). Un papel de reunificador. «Ciertamente Elías ha de venir y lo pondrá todo en orden. Es más, yo les aseguro a ustedes que Elías ha venid o ya, pero no lo reconocieron e hicieron con él cuanto les vino en gana» (Mt 17,12). Las palabras del eclesiástico en lo tocante a Elías, como Juan el Bautista en el Evangelio, son pórtico de la Gloria de Dios, aquel a quien Elías prefiguraba y aquel a quien Juan anuncia es el Mesías, que ha venido y volverás de nuevo con gloria. Se acerca la Navidad, Dios viene a nuestro encuentro una vez más. ¿Cómo estoy dispuesto a recibirlo? Si quiero responder a esta pregunta con realismo, sin ensoñaciones, tengo que examinar cuál es mi relación con los precursores que Dios me envía, mi capacidad para reconocerlos y acogerlos y mi condición también de precursor, porque nuestra presencia, la tuya y la mía en las posadas de estos días acompañando a María y a José, puede dejar el dulce olor y no de nuestro perfume o del ponche que nos toque llevar... sino del dulce olor de Cristo (2 Cor 2,15) que ya se acerca. ¡Feliz inicio de las Posadas!... y perdón que escribí demasiado largo.

Padre Alfredo