Así, el pasaje nos muestra que en el dinamismo del Reino de Dios, la fraternidad cristiana no se fundamenta en los vínculos de carne y sangre, sino en un espíritu común: «Hacer la voluntad del Padre» atendiendo a la Palabra viva y eficaz del Señor. Llevarán el nombre de Jesús los que vivan en su corazón lo que fue para él la razón de ser de su vida: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35). Así que, bajo esta perspectiva, no sólo se trata de ser partidarios de un hombre admirable, ni de hacer nuestra una norma de vida de gran elevación: se trata de ser «los de Jesús».
Los discípulos–misioneros no lo serán de verdad hasta que, el día de Pentecostés, reciban plenamente el Espíritu del Hijo. «Aquí estoy para hacer tu voluntad» (Sal 39): ésta es la norma de vida del cristiano y, más aún, la oración del Espíritu que se nos dio el día del bautismo. Nosotros, como personas que creemos y seguimos a Cristo, pertenecemos a su familia. Esto nos llena de alegría. Por eso podemos decir con confianza la oración que Jesús nos enseñó: «Padre nuestro...». Somos hijos y somos hermanos. Hemos entrado en la comunidad nueva del Reino de la mano de María, que es la primera que escucha la Palabra, la hace vida y la comunica para que su Hijo Jesús sea conocido y amado en el mundo entero. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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