Este pasaje de las bodas de Caná es, en este tiempo de Navidad, un anuncio del verdadero banquete, en el que Cristo no transforma el agua en vino, sino el vino en su propia sangre. La Iglesia esposa, admirada, agradece a su Esposo —a quien ahora contempla como un Niño pequeño envuelto en pañales— que haya guardado el buen vino de su amor para el final (Jn 2,10), para este tiempo nuevo que se ha inaugurado con su venida. El buen vino que, más tarde, brotará del costado de Cristo y se dará a la esposa como bebida espiritual. En cada Eucaristía se celebran las bodas del Cordero como anticipo de aquel banquete celestial, tantas veces anunciado por los profetas y por el mismo Cristo. Los que beben del cáliz de la salvación, que contiene el vino sagrado que es la Sangre de Cristo, se embriagan de su amor, que les capacita para hacer obras de vida eterna.
Por último en esta mi breve reflexión, quiero ir a la figura de María, su presencia en estos momentos tan significativos de esta epifanía del señor a los suyos, en los que Jesús se dirige a ella llamándola mujer, anuncia el cumplimiento de las promesas de redención realizadas por Dios a los primeros padres. Como vemos en estos días de Navidad, en María hay pocas palabras, pocos gestos, pero ninguna palabra, ningún gesto es casual cuando sale del corazón de la Madre de Dios y Madre nuestra. Ella nos mirará también a nosotros, ya sea en el establo de Belén o en Caná de Galilea y nos dirá: «Hagan lo que Él les diga». ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario