El domingo es, desde el punto de vista histórico, la primera fiesta cristiana; más aún, durante mucho tiempo fue la única. Los primeros cristianos fueron los que comenzaron a celebrarlo, pues ya hablan del domingo la primera carta a los corintios (16,1), el libro de los Hechos (20,27), la Didaché (14,1) y el Apocalipsis (1,10). Al inicio se le llamaba el día del Señor, el día primero de la semana, el día siguiente al sábado, el día octavo, el día del sol. Hoy ya lo llamamos domingo. «Domingo», «Día del Señor», como queriendo decir «Día para el Señor» es uno de esos elementos en que se concentran y resumen todas las más importantes líneas de contenido del mensaje cristiano.
Tal vez una de las más importantes tareas de los católicos de la actualidad sea la de devolver al domingo su carácter sagrado, su lugar litúrgico. Devolución que entraña dos fases: retomar nosotros mismos, que participamos en la Santa Misa cada domingo —digo, porque me supongo que todos mis lectores que son católicos no fallan a Misa los domingos y fiestas de guardar— el carácter sacro propio de ese día y procurar que los demás también lo comprendan y lo asuman como un día especial para encontrarse con el Señor. Basta ser como Juan el Bautista que señalando a Jesús dijo a todos: «Éste es el Cordero de Dios». Pidámosle a María santísima, que seguro participaba en las primeras Eucaristías dominicales, que no nos falte la Misa. ¡Bendecido domingo y nos vemos en Misa quienes están cerca de mí!
Padre Alfredo.
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