El evangelio de hoy, para recordarnos esta fiesta, nos pone la escena de los hijos de Zebedeo, Santiago y su hermano Juan (Mt 20,20-28) como prueba palpable de que se puede vivir nuestro bautismo de una manera plena y convincente. Ellos se acercan a Jesús desde sus ambiciones humanas, pues quieren recibir importantes beneficios en el Reino que ellos creen que está a punto de inaugurarse. Cristo les habla de un poder diferente, de una gloria distinta. La gloria de Jesús pasa por un amor tan grande que se hace servicio, que se hace donación, que se hace esclavo de todos y que tiene la cruz como señal de identidad. Santiago fue el primero que entregó su vida por Cristo, nos dice la historia, y, aunque Juan no muriera mártir, ninguna persecución logró desdibujar la certeza de fe de que Dios es amor y de que el hombre se hace como Dios cuando vive en ese amor.
¡Cuánto tenemos que aprender todavía los discípulos–misioneros de Cristo como fue aprendiendo Santiago y todos los demás seguidores de Jesús! Pero podemos hacerlo. Ellos aprendieron tanto, que llegaron a proclamar sin ambages que «obedecer a Dios es primero que obedecer a los hombres». Santiago, que inicialmente quería el poder y la gloria, fue asesinado por el poderoso de turno. Había cambiado de armas, porque había cambiado de esquemas. Hoy el mundo está lleno de violencia, una violencia en todas dimensiones que acosa a Capula y al mundo entero. Necesitamos tener un corazón como el de Santiago, un corazón que se deje moldear con Jesús y que capte que, en este camino de la fe, el primer lugar es más bien el último. Pidamos la intercesión de María Santísima para ocupar el lugar que nos corresponde. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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