Nuestro Señor no se desdice de las recomendaciones de paz que había hecho con anterioridad, ni de las bienaventuranzas con que ensalzaba a los pobres, a los pacíficos y misericordiosos, ni del mandamiento de amar a los padres. Lo que está afirmando es que seguirle a él comporta una cierta violencia: espadas, división en la familia, opciones radicales, renuncia a cosas que apreciamos, para conseguir otras que valen más. No es que quiera dividir: pero a los creyentes, su fe les va a acarrear, muchas veces, incomprensión y contrastes con otros miembros de la familia o del grupo de amigos. Jesús no vino a traer paz —entiéndase serenidad, calma, pasividad— frente a tanta injusticia, sino que vino a traer espada, que podemos entender —no desde una visión armamentista por supuesto— como el compromiso contra toda injusticia. Este compromiso es mucho más importante que muchas situaciones que nos darían paz, como son las relaciones familiares estables, amistades que nos dan seguridad, compromisos sociales, bienestar económico, triunfo y reconocimiento, etc..
Esta fuerte forma de hablar de Jesús hay que entenderla. Él nos quiere decir que nuestra fe debe ser el centro de toda nuestra vida. Y nos recuerda que no podemos andar con engaños. No podemos mantener una doble vida. Es decir que no podemos ser cristianos de domingo. Ser cristiano, día a día y minuto a minuto es el desafío que nos lanza Jesús teniéndolo a él y a sus intereses en un primer puesto, aunque eso nos acarree ir contra corriente. Para Jesús es claro que por encima del amor a la familia está el amor a la causa del Reino. Suenan duras sus palabras, pero para poder seguir a Jesús es necesario un rompimiento serio y radical con todo aquello que impida que el Reino de Dios sea una realidad. Que con ayuda de María santísima dejemos de lado lo que nos estorba para seguir a Jesús. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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