El evangelio de hoy (Jn 20,1-2.11-18) nos narra el momento de la aparición del Resucitado a la Magdalena. En la escena vemos, al inicio, una mujer desmoronada por la muerte de Aquel que había transformado su vida, pues no hay que olvidar que el evangelio mismo dice que de ella el Señor había expulsado 7 demonios (Mc 16,9; Lc 8,2). En diversos capítulos del evangelio en los que se relatan los momentos más dramáticos de la vida de Jesús, aparece María Magdalena, junto a su Maestro con otras mujeres. Son ellas de hecho, quienes le siguen a lo largo del Calvario y asisten a la Crucifixión. La Magdalena todavía está presente cuando José de Arimatea coloca el cuerpo de Jesús en el sepulcro y es también ella quien, al día siguiente, regresa al sepulcro y descubre que la piedra ha sido removida. Después, cuando identifica a Jesús, vemos a una mujer valiente que corre a anunciar a los Apóstoles que el Maestro ha resucitado.
En el itinerario de esta extraordinaria mujer descubrimos un aspecto importante de la fe que nos pueden ilustrar. En primer lugar, admiramos su valentía. La fe, aunque es un don de Dios, requiere coraje por parte del creyente. Lo natural en nosotros es tender a lo visible, a lo que se puede agarrar con la mano. Puesto que Dios es esencialmente invisible, la fe «siempre tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque implica la osadía de ver lo auténticamente real en aquello que no se ve», dice el Papa Emérito Benedicto XVI. María viendo a Cristo resucitado «ve» también al Padre, al Señor. Por otro lado, al «salto de la fe» se llega por lo que la Biblia llama conversión o arrepentimiento: sólo quien cambia la recibe. ¿No fue éste el primer paso de María? ¿No ha de ser éste también un paso reiterado en nuestras vidas? Con María Santísima veamos a la Magdalena y pidamos para nosotros una fe tan grande como la de ella. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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