Lo propio de Dios, —lo sabemos bien—, no es castigar, sino amar y perdonar. No es un enemigo siempre al acecho, sino el amigo que está en medio de su pueblo aunque este le sea infiel. Para expresar eso, Oseas recurre, además de su situación con su esposa, a la relación que hay entre un padre y un hijo, en donde Dios es el Padre y el pueblo de Israel el hijo. Así, describe con rasgos bien tiernos el amor de un padre —o de una madre puede ser— por el hijo que lleva en brazos, al que acaricia y besa, al que le enseña a andar, al que atrae «con los lazos de cariño». Pero ese hijo ahora le es infiel. El pueblo ha roto la alianza que había prometido guardar: «mientras más lo llamaba, más se alejaba de mí».
La ternura de Dios para con nosotros, sus hijos, su pueblo, queda manifiesta en este relato bíblico de Oseas. Dios nos ama tanto que espera nos convirtamos ante de pensar en destruirnos acabando con nuestra existencia por nuestras infidelidades. Tratemos de que el corazón de Dios sea correspondido en el amor, haciendo lo que sabemos que debemos hacer conforme a nuestra vocación específica —sacerdocio, vida consagrada, matrimonio, soltería—. Para ello, seamos humildes, arrepintámonos de nuestras faltas, no defraudemos a nadie, no sembremos discordias sino paz, no pisoteemos al pobre sino démosle la mano. Que María Santísima interceda por nosotros y nos ayude a seguir buscando y ejerciendo el camino del bien. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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