A todo discípulo–misionero de Cristo debe quedarle muy claro que la función del Espíritu Santo en la Iglesia no es suceder a Cristo ni, menos aún, suplantarlo. Por el contrario, es «llevar a plenitud la obra de Cristo en el mundo», como lo afirma la plegaria eucarística IV del Misal Romano. Corresponde al Espíritu Santo asegurar la presencia invisible y perenne de Cristo y de su obra; desplegar, en el tiempo y en el espacio, la totalidad del misterio de Cristo; «hacernos comprender la realidad misteriosa de su sacrificio y llevarnos al conocimiento pleno de toda la verdad revelada», como dice la oración sobre las ofrendas de la Misa de hoy; ayudarnos a interiorizar y asimilar la salvación de Cristo.
El Espíritu clausura las solemnidades pascuales abriendo a la Iglesia a la misión que nace ineludiblemente de la experiencia de la Pascua. A los discípulos–misioneros reunidos el Resucitado les comunica el Espíritu como una fuerza que los aliente a llevar adelante la misión que les encomienda. El Espíritu los transforma en testigos valientes, en predicadores enardecidos de la Buena Noticia. Se da a la Iglesia como un principio vital que le permite crecer, expansionarse, manifestarse al exterior, irradiar hacia el mundo la presencia salvadora de Cristo en la tarea de todos los discípulos–misioneros, pregoneros de la Buena Nueva. Va plasmando a la Iglesia como lugar de encuentro y diálogo, como instrumento de paz y reconciliación, para que sea ante todo el mundo signo visible de salvación. Pidamos a María Santísima que así como acompañó a aquel grupito en la recepción del Espíritu Santo, nos acompañe a nosotros y nos llenemos de esa fuerza que nace de lo alto. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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