Celebramos en este lunes la Solemnidad de todos los santos, la fiesta de estos hombres y mujeres que han sido elevados a la dignidad de los altares como beatos y como santos. Estos hombres y mujeres, se han convertido para todo discípulo–misionero de Cristo en modelo de seguimiento; motivo por el cual se les rinde especial tributo el día 1 de noviembre de cada año. No es extraño para nosotros, los que asistimos y frecuentamos los templos católicos, encontrarnos con imágenes de la Virgen, san José y de algunos Santos a los que se recuerda y se venera con especial devoción. Algunas de estas imágenes son llamativas por la delicadeza de su rostro, por el color y forma de sus vestidos, por algunos objetos que portan en las manos e inclusive por algunas inscripciones que se colocan a sus pies. Muchas de éstas imágenes han sido fabricadas por artistas reconocidos y encierran una belleza sin igual en su manufactura y expresión; otras, un poco más artesanales, son tan queridas. No está por demás decir que no se trata de un acto de idolatría a las imágenes; más bien es un acto de fe y de piedad hacia quienes consideramos dignos de ello por su amor a Cristo y a la Iglesia y porque nos han marcado un camino para seguir a Cristo que él mismo es el Camino.
Todos los santos fueron, como diría la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, «una copia fiel de Jesús» e imitaron uno o más aspectos de su vida terrena, porque ellos pusieron toda su confianza y su esperanza en Dios como Jesús, en quien encontraron su fortaleza y consuelo para afrontar todos los acontecimientos de su vida en el caminar de lo ordinario, haciéndolo extraordinario. Fueron dichosos y supieron encontrar la verdadera felicidad; fueron misericordiosos y encontraron la auténtica misericordia; trabajaron por la paz y alcanzaron la paz definitiva; fueron limpios de corazón y con ello merecieron ver a Dios. Por eso el Evangelio de este día se centra en las bienaventuranzas (Mt 5,1-12), invitándonos a nosotros también a ser santos y a recorrer el mismo camino que recorrieron los santos, el camino que conduce al Cielo, un camino difícil de comprender por qué va contra corriente, pero que el Señor, que lo ha recorrido, nos dice que quien va por este camino es feliz, porque tarde o temprano alcanza la felicidad. De algunos Santos conocemos sus nombres y vidas, el camino que han recorrido e incluso a algunos de ellos les profesamos una especial devoción con mucho cariño. Pero sabemos que hay una inmensa multitud cuyos nombres y vidas desconocemos pero que ya gozan de la bienaventuranza celestial. Por eso en esta fiesta celebramos los méritos de Todos los Santos o Bienaventurados.
Así, en este día, gracias al ejemplo de todos ellos, todos tomamos conciencia de que para ser santo sólo hay un camino: responder al amor de Dios viviendo el Evangelio de la alegría. Es decir, amando a los demás al estilo de Jesús. Los santos son hombres y mujeres, que pasaron por este camino viviendo su vida cristiana con gran autenticidad y que predicaron con su vida y su palabra el Evangelio del amor y de la misericordia, el Evangelio de la alegría y del perdón, el Evangelio de la contemplación y de la acción. De todos ellos, en este caminar de la vida de cada día, aprendemos que la santidad no es escalar el Popocatépetl o el Iztaccíhuatl cada día, sino vivir la cotidianidad en la presencia de Dios, creyendo, amando, orando, riendo, sirviendo y luchando contra el mal en todos sus disfraces y aceptando nuestros pecados y nuestras grandes limitaciones como oportunidades para descubrir la misericordia de Dios. Este día recordamos que los santos viven junto a Dios y no se olvidan de nosotros. Celebramos con ellos aquello que Santa Teresita de Lisieux decía: «Yo pasaré mi cielo haciendo el bien en la tierra». Con todos los santos le pedimos a nuestra Madre Santa María, Reina de los Santos, que nos ayude a confiar siempre en la gracia de Dios, para caminar con entusiasmo por el camino de la santidad. ¡Bendecido lunes, solemnidad de todos los santos!
Padre Alfredo.
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