El caso que los saduceos presentan hoy a Jesús, un tanto extremado y ridículo, está basado en la llamada «ley del levirato» (cfr. Deuteronomio 25), por la que si una mujer queda viuda sin descendencia, el hermano del esposo difunto se tiene que casar con ella para darle hijos y perpetuar así el apellido de su hermano. La respuesta de Jesús es un prodigio de habilidad en sortear trampas. Lo primero que afirma es la resurrección de los muertos, su destino de vida: Dios nos tiene destinados a la vida, no a la muerte, a los que «sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos». «No es Dios de muertos, sino de vivos». Pero la vida futura, lo sabemos muy bien nosotros, será muy distinta de la actual. Es vida nueva, en la que no hará falta casarse, «pues ya no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios, porque participan en la resurrección». Ya no hará falta esa maravillosa fuerza de la procreación, porque la vida y el amor y la alegría no tendrán fin.
En la sociedad en que vivimos, y por las condiciones que actualmente pasa la humanidad, estamos demasiado rodeados de muerte y, a veces, podemos engañarnos pensando que «no hay salida». No hay salida en la búsqueda de la paz. Gana la violencia. No hay salida en la instauración de la justicia. Es complicado desmantelar las estructuras de injusticia. No hay salida en el problema de la corrupción política. Parece que todos son iguales. No hay salida en el deterioro ambiental. Y no nos interesa demasiado. No hay salida en la resolución del problema del hambre. Que siempre vemos en fotografías porque no lo hemos palpado en nuestras personas. Jesús nos asegura que «sí hay salida» y nos impulsa a creer en la vida, a luchar por ella y a esperar en ella. Por eso nuestra Iglesia católica anuncia al Dios Vivo. Ya en el siglo II, San Ireneo afirmaba que «la gloria de Dios es que el hombre viviente». Sobre cada ser humano que viene a este mundo, Dios pronuncia una palabra de amor irrevocable: «Yo quiero que tú vivas». La vida eterna es la culminación de este proyecto de Dios que ya disfrutamos en el presente. Por eso, todas las formas de muerte −la violencia, la tortura, la persecución, el hambre− son desfiguraciones de la voluntad de Dios. La certeza de la vida eterna alimenta nuestro caminar diario con la esperanza. Pidamos, pues, a Nuestra Señora de la Esperanza, que nos ayude a refrendar nuestra confianza en la resurrección. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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