Pero vayamos al relato evangélico. Para comprender bien este episodio que nos narra san Juan para esta fiesta, hay que subrayar un detalle importante: Los cambistas se colocaban en el patio de los paganos, el lugar que era accesible a los no judíos. Este mismo patio se había transformado en un mercado. Pero Dios quiere que su templo sea una casa de oración para todos los pueblos (cf. Is 56,7). De ahí la decisión de Jesús de derribar las mesas de cambio de moneda y expulsar a los animales. Esta purificación del santuario era necesaria para que Israel redescubriera su vocación de ser una luz para todos los pueblos; un pequeño pueblo elegido para servir a la salvación que Dios quiere dar a todos. Jesús sabe que esta provocación le costará cara... Y cuando le preguntan: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?» (Jn 2,18), el Señor responde diciendo: «Destruyan este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19)... Él quiere destruir todo aquello que no ayude a mostrar al mundo el amor de Dios, y esa gente, hacía mal uso de aquel espacio del templo que más bien debería ser para atraer a los gentiles al encuentro con Dios. Todos los templos, incluido el nuestro, el de nuestro cuerpo, tienen que ser lugares santos, casa de oración, ámbito del encuentro con Dios para todos, sitio para pedir perdón y celebrar su amor, y ser enviados a transformar el mundo. Acudir al templo es aceptar la invitación de Dios a ser sus invitados de honor. Jesús defendió con valentía el honor del templo, pero les dijo algo que no entendieron: «Destruyan este templo y en tres días lo levantaré». San Juan nos aclara el enigma: «Se refería al templo de su propio cuerpo» y ahora al nuestro también, que formamos la Iglesia.
Nuestros templos materiales son hermosos y necesarios, nuestro templo corporal lo es más. Dios quiere habitar en ellos aunque no cabe en ningún lugar. El verdadero templo, el único lugar del encuentro con Dios es Jesucristo. Él es el templo. Él es el rostro visible de Dios. Él es el sacramento del encuentro con el Padre. Él es el que vive y nos hace vivir cristianamente. Cristo nos convierte también a nosotros en el templo del Espíritu y así vemos que no se puede ser cristiano uno solo. La comunidad de los creyentes somos la iglesia, el cuerpo de Cristo, su templo congregado para celebrar y alabar a nuestro Salvador. Sí, cada cristiano es ese templo que Dios ha edificado para venir y morar, y juntos, también, formamos ese templo. Por eso hoy, al celebrar esta fiesta, cada uno debe reflexionar si realmente ahora su alma está limpia, para que Dios pueda habitar en ella. ¡En cuántas ocasiones, por el pecado, las almas se convierten en mercado y cueva de ladrones! De ahora en adelante, con la ayuda de Santa María, procuremos la limpieza de nuestra alma, para que la Santísima Trinidad encuentre un lugar digno donde inhabitar. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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