El evangelista nos refiere que cuando Jesús estuvo ya cerca de Jerusalén, contempló la ciudad y lloró por ella. Es conmovedor imaginarnos a Jesús llorando. Pero... ¿por qué lloraba? Jesús lloró por la ceguera de Jerusalén, que no era capaz de reconocer todo lo que Dios le estaba ofreciendo. Jerusalén era una ciudad que no tenía paz, pero tampoco podía descubrir cómo conseguirla. Por eso Jesús, llorando, hizo un último intento para mover los corazones: «¡Si en este día comprendieras tú lo que puede conducirte a la paz!». Releo la frase una y otra vez y pienso que algo semejante le puede ocurrir a Jesús frente a cada uno de nosotros, sus discípulos–misioneros cuando ve que no reconocemos la visita de Dios y nos empecinamos en encerrarnos en la tristeza, en el resentimiento, en los lamentos muchas veces por situaciones y circunstancias, por hechos y acciones que no valen la pena. Pero Él está allí para enseñarnos el camino de la paz. ¡Cuánto nos ama! Este es uno de los textos donde mejor descubrimos el corazón humano de Jesús, capaz de estremecerse por nuestra grande miseria.
Todos podríamos aprovechar mejor las gracias que nos concede Dios. Hoy, en este relato evangélico, se nos pone delante, para escarmiento, la imagen de ese pueblo que no ha sabido abrir los ojos y comprender el momento de la gracia de Dios. Dentro de pocos días vamos a iniciar un nuevo año litúrgico con el Adviento. Una y otra vez se nos dirá que hemos de estar vigilantes, porque Dios viene continuamente a nuestras vidas, y es una pena que nos encuentre dormidos, bloqueados por preocupaciones sin importancia, distraídos en valores que no son decisivos o entretenidos en pleitos de gallinero. ¿Dejaremos escapar tantas oportunidades como nos pone Dios en nuestro camino, oportunidades que nos traerían la verdadera felicidad? No pensemos tanto en si Jesús lloraría hoy por la situación de nuestro mundo, que sabemos que lo haría. Pensemos más bien en si cada uno de nosotros le estamos correspondiendo como él quisiera, o le estamos defraudando. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Virgen, la gracia de perseverar en la fe. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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