Por eso hoy, con una parábola, Jesús nos habla de la oración. Y es que la oración tiene un aspecto anti-angustia: nos apoyamos en alguien, nos confiamos a él, salimos de nosotros mismos y nos abandonamos a otro. Si un hombre impío y sin escrúpulos, como el que se presenta en la parábola de hoy, acaba atendiendo a una pobretona, ¡cuánto más sensible será Dios a los clamores de los que, en su pobreza, se dirigen a El! Dios siempre escucha nuestra oración. Él quiere nuestro bien y nuestra salvación más que nosotros mismos. Nuestra oración es una respuesta, no es la primera palabra. Nuestra oración se encuentra con la voluntad de Dios, que desea siempre lo mejor para nosotros. Pero a veces, la oración la tenemos que expresar a gritos, día y noche, como dice Jesús, porque hay momentos en nuestra vida de turbulencia y de dolor intenso. Nos debe salir desde una actitud de humildad, no de autosuficiencia, desde una actitud de apertura confiada a Dios. O sea, desde la fe, como la del centurión que pedía por su criado, como la de la pobre viuda que insistía para conseguir justicia.
Las personas que oran saben esperar. Tal vez el primer fruto de una oración humilde, sencilla y clara, sea estar gratuitamente ahí, abiertos de par en par a la voluntad de Dios, sin prisas, sin ansiedad. Un día y otro. Las personas que esperan pueden creer que todo es inútil, pero su actitud las hace estar en el lugar adecuado y en el tiempo oportuno para acoger la venida del Hijo del Hombre. El que ora es como una de las diez jovencitas con la lámpara encendida, como una viuda que no se cansa de suplicar justicia. Los invito ahora a terminar la lectura de este texto que comparto con gusto con ustedes y hacer un ratito de oración desde la pantalla del teléfono o de la computadora para estimularnos a orar siempre, en toda circunstancia. Pidamos a María santísima que nos ayude a escuchar a Dios en estos momentos de oración seguro de que, en nosotros, encontrará fe. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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