Todo esto es un poco complicado y entonces nos hacemos, como en otras de nuestras reflexiones, unas preguntas interesantes: ¿qué tiene que ver Jesús con el futuro?; ¿qué podemos esperar nosotros de Jesús en el futuro?; ¿no fue Jesús un fracasado...? En cualquier caso, Jesús fue, murió. Y, si murió como todos los hombres, sólo podemos esperar lo que se puede esperar de los muertos: nada. Sin embargo —y éste es el «sin-embargo» de la fe— los cristianos esperamos que Jesús venga y, con él, venga a nosotros el reinado de Dios. Porque Dios, cuando todo había terminado para Jesús, cuando Jesús era un hombre acabado, se puso de su parte y «revisó» su proceso, dando validez a su persona y a su causa para siempre: ¡lo resucitó! Y así, habiendo llegado Jesús al límite de su abatimiento y no teniendo ningún futuro, recibió de parte de su Padre, que es nuestro Padre, un futuro sin límites. Este es el futuro que el hombre Jesús no podía darse a sí mismo, el Adviento. Y es el adviento también para nosotros que creemos en la promesa de Jesús: «Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad». Jesús, el que fue, es hoy para todos sus discípulos–misioneros el Cristo y el Señor, el que será. Por eso, los cristianos ponemos nuestra esperanza en el Dios que resucita a nuestro Señor Jesucristo, como primicia de entre los muertos. Esperamos el adviento de Dios en Jesucristo. Esperamos, más allá de todas las expectativas humanas, ser sorprendidos por el Dios que viene y participar en la gloria del Señor que vive.
De esta manera, el evangelio de este día nos interpela. En las postrimerías del año litúrgico, al proclamar el fin del mundo, el evangelio, con este pasaje, nos encara con nuestro fin, con el futuro absoluto. Y ese futuro, desconocido, es verdad, pero confirmado por la fe, es esperanzador, pues no está en las manos de los poderosos, ni en los arsenales atómicos, ni en la banca suiza, ni en la nueva generación de computadoras o teléfonos inteligentes, no está en manos de los hombres, sino en las manos de Dios. Pero el evangelio del fin del mundo nos encara también, y eso sí que está en nuestras manos —en las manos de todos los hombres de todos los pueblos del mundo, sin discriminación— con nuestro destino en este mundo y en esta vida. Esa es nuestra responsabilidad. Pidamos a la Santísima Virgen que nos ayude a estar bien preparados para cuando llegue este momento viviendo al estilo de Jesús, según las bienaventuranzas. Ese día se demostrará que sus palabras no han pasado; mientras tanto no podemos olvidar que el calendario está en nuestras manos, que el tiempo va pasando y que aún tenemos mucho por hacer. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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