En aquellos tiempos de Pío XII, la Iglesia, como Madre y Maestra, hizo lo que tantas veces antes había hecho, en los siglos de su historia, con las fiestas paganas: cristianizarlas. El 1 de mayo era un día de paro total en que el mundo de los proletarios recordaba a la sociedad burguesa hasta qué punto había quedado a merced del odio de los explotados. Y esa fiesta, la fiesta del odio, de la venganza social, de la lucha de clases, con la protección de san José, se llegó a transformar por completo en una fiesta litúrgica, solemnísima, del máximo rango (doble de primera clase), con su hermoso oficio propio y su Misa también propia en honor de san José Obrero. El Papa lo anunció con toda solemnidad: «Aquí, en este día 1 de mayo, que el mundo del trabajo se ha adjudicado como fiesta propia, Nos, Vicario de Jesucristo, queremos afirmar de nuevo solemnemente este deber y compromiso, con la intención de que todos reconozcan la dignidad del trabajo y que ella inspire la vida social y las leyes fundadas sobre la equitativa repartición de derechos y de deberes». Y desde aquella tarde serena y gozosa el 1 de mayo entraba en el calendario católico bajo la advocación de San José Obrero. Jesús, en el Evangelio, fue conocido e identificado como «el Hijo del carpintero». Por eso le pedimos a él, que, como Hermano Mayor y Maestro, nos enseñe a buscar en el trabajo, un espacio de santificación y de realización personal.
Hoy, 1 de mayo, celebramos a san José obrero y comenzamos el mes tradicionalmente dedicado en la Iglesia a la Virgen. Quisiera invitarlos a quedarnos con dos breves pensamientos, en estas dos figuras tan importantes en la vida de Jesús, de la Iglesia y en nuestra vida: el primero sobre el amor al trabajo y el segundo sobre la contemplación de Jesús Hijo del carpintero e Hijo de María. El trabajo forma parte del plan de amor de Dios; nosotros estamos llamados a cultivar y custodiar todos los bienes de la creación, y de este modo participamos en la obra de la creación. El trabajo es un elemento fundamental para la dignidad de una persona. El trabajo, por usar una imagen, nos «unge» de dignidad, nos colma de dignidad; nos hace semejantes a Dios, que trabajó y trabaja, actúa siempre (cf. Jn 5, 17). Por otra parte, en el silencio del obrar cotidiano, san José, juntamente con María, tuvieron un solo centro común de atención: Jesús. Ellos acompañaron y custodiaron, con dedicación y ternura en medio del trabajo cotidiano, el crecimiento del Hijo de Dios hecho hombre por nosotros, reflexionando acerca de todo lo que sucedía. En los evangelios, san Lucas destaca dos veces la actitud de María, que es también la actitud de san José: «Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (2, 19.51). Recordemos más al Señor en nuestras jornadas de trabajo, invoquemos a san José Obrero y vivamos bajo la mirada dulce de María. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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