Los discípulos–misioneros del siglo XXI sentimos la misma urgencia que aquellos cristianos de los inicios. Queremos ver a Jesús, necesitamos experimentar su presencia en medio de nosotros, para reforzar nuestra fe, esperanza y caridad. Por esto, nos provoca tristeza pensar que Él no esté entre nosotros, que no podamos sentir y tocar su presencia, sentir y escuchar su palabra. Pero esta tristeza se transforma en alegría profunda cuando experimentamos su presencia segura entre nosotros. Esta presencia, así nos lo recordaba san Juan Pablo II en su encíclica «Ecclesia de Eucharistia», se concreta —específicamente— en la Eucaristía: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, «misterio de luz». Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de aquellos discípulos de llenarse de alegría.
En las palabras de Jesús —que en estos relatos evangélicos son difíciles de entender— no hay engaño. Todo discípulo–misionero de Cristo ha de saber de sufrimientos, de adversidades, de lágrimas y de desprecios, pero no ha de rendirse. Aunque parezca que el mundo se alegra en su desprecio, la Verdad perdura, y el amor también, y siempre caminamos hacia el Padre. Por eso no podemos dejar para mañana la misión que debamos realizar hoy. Adaptémonos a la realidad en que vivimos en medio del ambiente de esta pandemia y presentemos en ella el misterio de Cristo salvador, que sube al Cielo, como Señor y que nos invita, con los debidos cuidados, a participar de su Eucaristía. ¡Los Templos, los domingos, no tienen por qué seguir casi vacíos! Contamos con la gracia y fuerza de Cristo cuando caminamos, cuando buscamos a las almas, cuando trabajamos y exponemos la Verdad sinceramente. Nunca estamos solos. No nos detengamos, pues, en experiencias que de momentos sean de tristeza. La luz siempre está amaneciendo, aunque todavía no la descubramos con nuestros ojos. El Espíritu es quien lleva cuenta del éxito de la misión. Pidamos a Dios una fe profunda como la de María —a quien hoy contemplamos como nuestra Señora de Fátima— y la de los Apóstoles luego de la resurrección, pidamos una inquietud constante que se sacie en la fuente eucarística, escuchando y entendiendo la Palabra de Dios; comiendo y saciando nuestra hambre en el Cuerpo de Cristo. Que el Espíritu Santo llene de luz nuestra búsqueda de Dios. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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