A lo largo de la historia vemos cuánta razón tenía Jesús. ¡Cuántas veces la Iglesia se ha dividido por diversas causas! ¡Cuántas veces por estar al lado de los poderosos, abandonando el lugar de los descartados! ¡Cuántas veces por confundir lo accidental con lo necesario o por considerar como revelado lo que era puramente cultural! ¡Cuántas por imponer la cultura de una iglesia sobre las otras, o por despreciar o condenar las otras culturas! ¡Y cuántas por imponer cargas pesadas e innecesarias y por tomar actitudes legalistas, descuidando lo más importante: la justicia y la dignidad humana!, y estas son solamente algunas de las causas de esa división que Jesús anhela que termine y que todos seamos uno, como el Padre y él son uno.
Si Cristo insiste tanto en la unidad en este pasaje es porque sólo a través de ésta, en el amor y por el amor, habrá paz en el mundo. El Evangelio nos anima hoy a abrir nuestro corazón a los nuevos aires del Espíritu. Sólo si nos sentimos animados por la misma fe en un mismo Padre sentiremos que esta casa que él nos ha dado es «nuestra» única Casa. El relato de hoy nos deja claro que la unidad que Jesús pide al Padre es de naturaleza pascual. Una unidad que se logra cuando uno muere para que el otro viva. No es un gesto de rendición o de debilidad sino de fe en el don de Dios. Lo nuevo sólo adviene cuando lo viejo es crucificado y sepultado. Al modo como Jesús y el Padre son uno, así debemos serlo todos los discípulos–misioneros. Oremos con María, en espera del Espíritu, por la unidad. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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