La resurrección de Jesús introdujo un cambio radical en la relación de sus discípulos con él. Durante su vida terrena tenían frente a él la deferencia que el discípulo debe a su Maestro. Ahora aparece la relación del creyente frente a su Señor. La postración —gesto reservado para el encuentro con los grandes monarcas divinizados o considerados con categoría divina— de aquellos discípulos, significa claramente que ellos habían descubierto la divinidad en él (ver Hech 2,36). La duda de algunos es explicable. Mientras no llega la convicción profunda de la fe no resulta fácil, resulta imposible, descubrir en Jesús a Dios y captar que Dios es Uno y Trino. Este detalle de la duda de algunos resulta particularmente significativo en la pluma de Mateo, que procura siempre que puede, presentar a los discípulos como modelos perfectos a seguir. Tal vez porque, cuando se constata la duda, el modelo resulta más humano y atrayente. Con los discípulos, como modelo, entramos en una relación muy íntima con el Padre, el Hijo y el Espíritu de Dios. Esta relación relativiza y está muy por encima de todas las formas humanas de convivencia. Sólo quien haya seguido a Jesús como discípulo–misionero paso a paso podrá comprender el misterio de la Santísima Trinidad y saberse enviado.
Todo discípulo–misionero de Cristo tendrá que llevar a término la misión universal en un contexto de cruz, combinado esto con la alegría de saberse llamado y enviado. Cuando, en la historia bíblica, Dios encomienda a alguien una misión, asegura al hombre comprometido su asistencia eficaz: «No temas, yo estaré contigo». Esta asistencia es garantía de eficacia para todos nosotros que vivimos en el gozo de Cristo Resucitado, enviado por el Padre y presente en la Eucaristía en la que, por acción del Espíritu Santo le reconocemos. Si vemos detenidamente el Evangelio de hoy, podemos ver que lo que nos propone es que nos sintamos amados, llamados y enviados viviendo vinculados al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Nos unimos ene este día a María, la hija predilecta del Padre, la Madre de Jesús y la esposa fiel del Espíritu Santo y experimentamos la presencia candente del amor de Dios —Padre, Hijo y Espíritu—, haciéndonos posible la tarea de discípulos–misioneros. ¡Bendecido domingo, fiesta de la Santísima Trinidad!
Padre Alfredo.
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