Jesús va delante de nosotros y quiere que lo sigamos no sólo en la hora del triunfo. La victoria de Jesús fue el final de una larga y dura lucha, la consecuencia última de una generosa pero difícil entrega. Por eso los discípulos–misioneros de Jesús no nos podemos quedar plantados mirando a las nubes (cf. Primera Lectura de la Misa de hoy Hch 1,1-11), porque Jesús subió al cielo, junto al Padre, después de entregar su vida para enseñarnos a transformar el mundo. La tarea de Jesús, que culmina este día en el que vuelve a la casa del Padre, no estaba acabada. Porque ciertamente Jesús no vino a terminar nada ni a resolver nada, sino a enseñarnos cómo podíamos nosotros solucionar los muchos problemas que nosotros mismos, como humanidad, habíamos ido acumulando: incapacidad para entendernos, opresión, violencia, muerte... Todos esos problemas tenían solución. Esa era la Buena Noticia. Los discípulos, aquel día de la Ascensión, debían entender que su amistad con Jesús no era un patrimonio que pudiera disfrutarse de modo exclusivo. Jesús los había elegido «para que estuvieran con él y para mandarlos a predicar» (Mc 3,13-14), y éste era el momento de emprender la tarea, como afirma el Evangelio de este día (Mc 16,15-20): «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura».
Es, en definitiva, toda la humanidad la destinataria de la Gran Noticia que, en primicia, habían escuchado antes que nadie los discípulos. Pero no podían quedársela para ellos porque perdería todo su sentido. La Ascensión es todo un reto, un desafío para nosotros. La Ascensión de Jesús nos está diciendo: «ustedes, que tienen ahora en sus manos la buena noticia, ¿qué han hecho con ella?, ¿se la creen de verdad? ¿la trasmiten?, ¿la llevan a todos los rincones de la tierra?» La Ascensión no es para ver cómo «se va Jesús al cielo», sino para ver cómo nos quedamos nosotros aquí para sembrar esperanza en este mundo para hacer que el Reino crezca en él, para aceptar, llenos de coraje y de ilusión, el desafío que nos hace Dios de que colaboremos con él en la tarea de transformar este mundo nuestro. Esta fiesta es una ocasión estupenda para llenarnos de alegría con María Santísima y toda la Iglesia por todo lo que Dios ha puesto en nuestras manos y empezar a compartirlo con todos los hombres. ¡Bendecido Domingo de la Ascensión del Señor!
Padre Alfredo.
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