Al final del año que se acaba y en el umbral del que apenas llega, donde convergen las experiencias del pasado y las esperanzas del futuro, la solemnidad de la maternidad divina de María, se nos presenta a los católicos como un astro luminoso que nos habla, ante todo, de la paz. María, la Madre de Dios, quietud de un corazón activo que goza en la paz en un humilde pesebre, porque allí está el salvador. La maternidad de María, tiene su expresión incuestionable en el gran amor que Dios nos tiene. Quiso hacerse hombre para salvarnos y por eso envía a su Hijo, nacido de mujer.
En esta solemnidad la Iglesia, ante todo, pretende revivir una experiencia: La maternidad de María como fuente y modelo de la maternidad misma de la Iglesia, que es portadora de la paz. Cristo es nuestra paz, María, a quien también invocamos como Nuestra Señora de la Paz, trae a Jesús para hacernos hombres y mujeres paz, almas pacíficas y pacificadoras, como diría la beata María Inés Teresa.
María, en la serenidad del pesebre de Belén, medita con paz en el corazón en la misión que se le ha confiado. Ella debe desempeñar las funciones de Madre: dar crecimiento, educar, fortalecer, acompañar. La Iglesia se siente en íntima comunión con la que creyó, sintió y vivió en paz la presencia de Dios. Nosotros, en esta solemnidad, desde las vísperas, somos invitados a sentirnos participantes de la misma fe y misión de María Madre de Dios, nuestra Señora de la Paz.
La experiencia de la maternidad de la Santísima Virgen es una realidad de suma importancia para quienes creemos. Dios, el invisible, el todopoderoso, el omnisciente y omnipresente, se esconde detrás de las realidades humanas. Como Cristo asume y engloba toda la humanidad, así la Santísima Virgen engloba toda maternidad. Toda mamá de nuestros tiempos, puede vivir sus experiencias físicas y espirituales por referencia a María. Ella aceptó la palabra de Dios, que se constituyó en un reto con una respuesta de amor que inundó de paz su corazón.
A partir de la anunciación, María siente crecer dentro de sí la presencia del Príncipe de la paz, a medida que crece la presencia corporal del niño que lleva en su seno. Luego, en la pobreza de un pesebre le recibe entre sus manos, le viste, le alimenta, le protege. El hombre busca a Dios y Dios viene en busca del hombre. De rico que era, Dios se hace pobre, le faltó la cuna para nacer, le faltó el lecho para morir. Fue su Madre, la Virgen María, la cálida cuna de Belén y la fiel compañera a la hora de morir. Se hace pobre y con su pobreza nos enriquece, necesita el calor de una Madre, María, la jovencita de Nazareth. Por eso, sigue siendo María la que presenta siempre a Dios al mundo, desde el primer momento hasta el final, por esos sus ojos irradian paz, ternura, humildad. Una mujer de nuestra raza, hermana y madre nuestra, ofrece al mundo de los hombres al único que puede salvarlo de la guerra, de la angustia, de la soledad, de la depresión, de la desesperación de un mundo que se envuelve en crisis y de revuelca en conflictos de mil clases diferentes.
María, por la fe, se convierte, como Abrahán, en madre de todos los que por la misma fe se han de incorporar a su Hijo: es el nacimiento y desarrollo de la Iglesia. De esta forma, las experiencias maternales de la Madre de Dios, son las experiencias de la Iglesia. Es la fe la que da la vida a la Iglesia, y es el Espíritu Santo quien la cubre con su sombra para hacerla crecer con nuevos nacimientos. Por Jesús, todos recibimos la posibilidad de ser hijos de Dios y vivir en paz. Por María, recibimos la posibilidad de ser sus hijos desde el momento en que entramos en la fraternidad con Jesús.
Desde el nacimiento de Jesús, la humanidad pudo escapar a los largos años de ignorancia que precedieron la venida del Príncipe de la Paz. No obstante, ahora, al iniciar un nuevo año, luego de la venida de Cristo, junto a María su madre, que es Madre nuestra también; todos los que nos identificamos como católicos tenemos un reto: Caminar vigilantes en el amor que busca la paz, sin dejarnos impregnar de criterios y conductas no cristianos, provenientes de un mundo que no se ha querido dejar llevar por ideologías de paz, por un mundo que avanza por caminos de guerra, de discordia, de enemistad. Un mundo de confort cada vez más sofisticado, de técnica desbordante, de desarrollo impresionante, pero a la vez, un mundo que vive triste impregnado de filosofías de pesimismo y drogas de evasión, un mundo carente de razones para vivir, un mundo, en pocas palabras, aún sin bautizar.
Al celebrar a la Madre de Dios se nos invita ahora a una cita con los pastores a un lugar insospechado: un estable, el pesebre de Belén. Allí la gracia salutífera de Dios reposa en los brazos de María. Allí, en el vientre de una doncella virgen, se ha hecho carne la Palabra de Dios. Ese pequeño niño satisface la necesidad que el hombre de hoy tiene de saber que alguien nos comprende, se interesa por nosotros y nos ama.
¡Qué curioso! Los primeros beneficiarios de la escena que el evangelio nos presenta son los pastores. Es como decir, al inicio de un nuevo año, celebrando la jornada mundial por la paz, que Dios viene al encuentro del hombre natural, sin prejuicios, sin influjos maléficos de la sociedad sofisticada y escéptica: todos esos que más tarde serán llamados en repetidas ocasiones «sencillos de corazón». Fueron y encontraron al Niño con su Madre... ¡es natural! La dificultad de muchos para encontrar a Dios es que no le buscan o no lo hacen como conviene. Hay que ir a María, allí está Jesús en sus brazos.
Al iniciar un nuevo año, nuestra mirada se dirige a ella, a la Madre de Dios, pensando en el futuro donde por la fe divisamos al Hijo del Hombre, caminamos a su encuentro. Dios tiene una historia humana de la que nosotros formamos parte. Vivir en esta historia de Dios es vivir en su amor, en la vida de gracia, en la justicia, en la esperanza, la fraternidad y la paz.
Año tras año vivimos el regocijo de un nuevo año. Podemos pasar superficialmente por encima de otra celebración más en nuestras vidas o podemos ir también nosotros a los brazos de María, hacernos Niños como Jesús y ponernos en su regazo. Allí le daremos gloria a Dios y nuestro corazón se dispondrá para hacernos creadores de la paz. Almas pacíficas y pacificadoras.
Feliz año bajo la mirada amorosa de María la Madre de Dios, Señora de la Paz, nuestra Señora del Rosario.
Padre Alfredo.
Reflexión basada en la homilía que pronuncié en la Misa de media noche del 31 de diciembre de 2002.
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