En el pasaje Ana se presenta como una mujer de edad muy avanzada, quizá con sus fuerzas físicas muy disminuidas por alguna enfermedad... se puede percibir que nadie le pide ni le encarga nada... por lo demás podría sentirse inútil. Pero, cerca de Dios ha hallado una solución: hace de su vida una «ofrenda», «sirve a Dios», «ayuna»: toda su vida es una especie de sacrificio, de holocausto al amor misericordioso que, como incienso, sube al cielo como el humo en la oración y ofrenda de la tarde. Y entonces su vida y su pobreza son de un valor infinito; con lo que salva al mundo. Esta mujer —viendo todo esto con los ojos de la fe— es más importante a los ojos de Dios que todos los doctores de la Ley y los sacerdotes que ejercen sus funciones oficiales en el Templo. Ella proclamaba las alabanzas de Dios, y hablaba del niño a todos aquellos que esperaban la liberación de Israel.
Ana no prorrumpe en cánticos tan acertados como los de Zacarías o Simeón. Ella simplemente habla del Niño y da gloria a Dios. Es «vidente» en el sentido de que tiene la vista de la fe, y ve las cosas desde los ojos de Dios. Es una mujer, como digo, sencilla, viuda desde hace muchos años. Y con todo esto que he destacado de su persona, nos da ejemplo de fidelidad y de amor. Dios anda en lo sencillo y lo cotidiano. Como también sucedió en los años de la infancia y juventud de Jesús. El evangelio de hoy termina diciendo que su familia vuelve a Nazaret, y allí «el niño iba creciendo y robusteciéndose y se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios lo acompañaba». Los vecinos no notaban nada. Sólo José y María sabían del misterio. Pero Dios ya estaba entre nosotros y actuaba. Quienes viven una profunda comunión, una real comunión con el Dios de la Vida, pueden descubrir lo que Dios está haciendo en la historia. Con María y José sigamos viviendo esta fiesta de la Octava de Navidad. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario