En medio de este tiempo de Adviento que apenas hemos iniciado y en el marco de una pandemia que parece no terminar y cuyo rumbo no conocemos, iniciamos el último mes del año. En nuestro calendario, diciembre es el duodécimo y último mes del año y tiene 31 días. Pero su nombre es éste porque deriva de haber sido el décimo mes del calendario romano. Originariamente, en Roma el año constaba de 304 días repartidos en diez meses, el primero de los cuales era el mes de marzo y el último el mes de diciembre. Este sistema primitivo fue modificado, según la tradición, por el rey Numa Pompilio (sobre el año 700 a. C.), que añadió los meses de enero y febrero. Así pues, los meses se convirtieron en doce. Tenemos en este mes la gozosa fiesta de la Navidad y dos fiestas marianas de suma importancia: La Inmaculada Concepción y Nuestra Señora de Guadalupe. Debido a las fiestas navideñas, diciembre, podemos decir, es el mes más familiar de todos y es el mes donde se expresan más la ternura, la amistad, la fraternidad y otra serie de valores importantísimos como la fe, la esperanza y el amor. ¡Bienvenido diciembre!
Nosotros en nuestras reflexiones seguimos el camino del Adviento, el día de hoy con un Evangelio (Lc 10, 21-24) que nos invita a vivir la sencillez de vida que tanto se ha perdido en este mundo tan complicado y materializado en el que aún en medio de esta calamidad de la pandemia del coronavirus no se marca un estilo de vida austero, sino que se comercializa hasta con geles, desinfectantes y tapabocas de miles de estilos y precios diferentes y no solo eso sino con cientos de artículos para celebrar cumpleaños y aniversarios de forma diferente que llevan a gastar y gastar. El discípulo–misionero sabe que en un mundo autosuficiente, orgulloso de los progresos de la ciencia y la técnica, sólo entran de veras en el espíritu del Adviento los sencillos de corazón. Este tiempo privilegiado de la Iglesia no trata de gestos solemnes o de discursos muy preparados. Sino de un tiempo para abrirse al don de Dios y alegrarse de su salvación con sencillez de corazón. Y esto no lo pueden hacer los que ya están llenos de sí mismos. «¡Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra —dice Jesús—, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos y las revelado a la gente sencilla!»
Así, los sencillos que Jesús descubre y alaba con su venida a la tierra, se convierten en norma de juicio para la Iglesia. Son los humildes, los sencillos, los pobres, los excluidos, los encargados, a partir de Jesús, de juzgar a cada una de nuestras Iglesias. Éstas estarán conformes o no al Evangelio, según tengan presencia en ella aquéllos a los que Jesús llamó «los sencillos». En una palabra, la genuinidad y vitalidad de una Iglesia dependerán de la participación activa que en ella tenga la gente sencilla. Y para alcanzar esa sencillez, hay que oír al mismo Jesús que nos dice: «Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón…» (Mt 11,29). Con la reflexión de hoy nos podemos dar cuenta de que no puede haber nada más contrario a Cristo que un espíritu orgulloso y falto de sencillez. Que en esta época que nos ha tocado vivir, usemos mucho nuestro testimonio y experiencia de sencillez, esa que el Señor ha querido sembrar en nuestro corazón y que no nos preocupemos en saber muchas cosas «sino sólo a Jesucristo y a éste crucificado» (1 Cor 2,2). Que declaremos esto con nuestro testimonio y con lenguaje sencillo no pretendiendo afectar mayor sabiduría incluso cuando estemos con gente más ilustrada. Con ellos seamos igualmente sencillos como lo fue Jesús. Que María Santísima nos ayude y con ella sigamos viviendo este tiempo de Adviento a la espera de Jesús. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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