Con razón el Señor pone en el evangelio de hoy un ejemplo con niños tristes que no tenían esa curiosidad e iniciativa para participar con la comunidad aún en el juego (Mt 11,16-19). Así ve Jesús a la gente de su tiempo y a nosotros. Niños que no saben lo que quieren. Gente que se deja llevar solamente de un capricho, de la voluntad propia, sin dar importancia a lo que en realidad vale para la vida eterna. Pero Él tiene esperanza, Él que es el Camino, la Verdad y la Vida. Sí, Jesús tiene esperanza de que aquellos niños y en ellos cada uno de nosotros entremos al juego, al juego de la vida en la que los gozos y las tristezas, las alegrías y las penas se van entrelazando. La enseñanza de Jesús en este trozo del Evangelio es clara. El Bautista, con su estilo austero de vida, es rechazado por muchos: tiene un demonio, es demasiado exigente, debe ser un fanático. Viene Jesús, que es mucho más humano, que come y bebe, que es capaz de amistad, pero también le rechazan: «es un comilón y un borracho». En el fondo, no quieren cambiar. Se encuentran bien como están, y hay que desprestigiar como sea al profeta de turno, para no tener que hacer caso a su mensaje. De Jesús, lo que sabe mal a los fariseos es que es «amigo de publicanos y pecadores», que ha hecho una clara opción preferencial por los pobres y los débiles, los llamados pecadores, que han sido marginados por la sociedad. La queja la repetirá Jesús más tarde: Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos, y no quisiste.
Necesitamos el espíritu de inocencia, de sencillez de solidaridad de los niños, como aquellos que se iban acercando a aquella misión de la que hablé al inicio. Pero a la vez, necesitamos ser conscientes de no encapricharnos como aquellos niños del Evangelio que no querían jugar. Si no entramos al dinamismo del Adviento quedaremos fuera y no habrá alegría en el corazón con la llegada de Cristo. Tenemos que sintonizar con la Iglesia. ¿Cuántos Advientos hemos vivido ya en nuestra historia? ¿De veras acogemos al Señor que viene? Cada año se nos invita a una opción: dejar entrar a Dios en nuestra vida, con todas las consecuencias. Pero nos resulta más cómodo disimular y dejar pasar el tiempo, entretenerse quizá solamente en lo de fuera, en adornitos y luces que tintinean. En vez de decir o cantar tantas veces el «Ven, ven Señor, no tardes», podríamos decir con sinceridad este año: «Voy, voy Señor, no tardo». Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser fieles a la Palabra de Dios en nosotros, para poder ser no sólo portadores de la misma, con las palabras, sino con el testimonio de una vida que realmente se encuentra comprometida con Cristo sintonizando con Él y con su Reino. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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