Resulta siempre estimulante la posición estratégica que ocupa esta festividad en pleno tiempo de Adviento. Esta fiesta viene a ser así una realización anticipada de la meta propia del Adviento. La espiritualidad cristiana del tiempo de Adviento pretende cada año reavivar en nosotros un cuestionamiento radical de toda la existencia del hombre en este mundo desde la perspectiva de la venida del Señor al final de los tiempos. Esta posición de María bajo su invocación de la Inmaculada, como germen de la nueva creación en Jesucristo, resulta significativa. Es una invitación a entender la Inmaculada Concepción de María no como un privilegio excepcional que la separa de todos los demás humanos, sino como la anticipación en María de la consumación de la obra divina de la salvación al final de los tiempos. A la luz de esta fiesta, el artículo del Credo que confesamos sobre la vida eterna, invita a una esperanza cierta, que no debe confundirse con una utopía que concibe a María como una reina coronada de estrellas y contrapuesta a sus súbditos o esclavos, sino como la primera redimida en la participación de la realeza de su Hijo Jesucristo.
Al celebrar esta fiesta, con el hermoso relato de la Anunciación, también nosotros experimentamos de diversas formas, que Dios irrumpe en la normalidad de nuestra vida, y nos sorprende, para contar con nosotros en su plan de felicidad para todos y cada uno. Dios se nos acerca, nos llama por nuestro nombre, nos hace una propuesta capaz de llenarnos de alegría, dándonos su gracia, su amor y cercanía. «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» ¿Nos damos cuenta de la grandeza de la llamada y elección de Dios? ¿Nos damos cuenta del gran regalo que es experimentar que Dios pronuncia nuestro nombre, nos declara su amor y nos confía una misión capaz de llenar de sentido nuestra vida? Y esto en cualquier edad y condición. A diferencia de la Virgen, nosotros experimentamos la dificultad de decir un «sí» a nuestro Dios sin condiciones. Nos cuesta abrirnos plenamente al designio de Dios. Pero la Inmaculada nos enseña, sin embargo, a ponernos delante de Dios sin disfraces, para que Él actúe en nosotros. Y ahí hay felicidad. La Inmaculada da su vida porque es capaz de dar la vida. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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