Cuando alguien es humilde, es más feliz; se lleva menos disgustos. Es más aceptados por los demás: a los vanidosos nadie los quiere. Y más agradables a los ojos de Dios: él prefiere a los humildes. Un ejemplo muy claro de esto lo tenemos en la santísima Virgen María, la madre de Jesús. Humilde y discreta, ella pudo decir, resumiendo también el estilo de Dios en la historia en el Magnificat: «enaltece a los humildes y a los ricos los despide vacíos». Y allí mismo, hablando de sí misma, dice: «ha mirado la pequeñez de su sierva». Jesús, en este pasaje del Evangelio, exhorta a su comunidad de discípulos–misioneros a que no se metan en ese juego, pues lo único que pondrían en evidencia sería la estrechez de su pensamiento. El honor del ser humano no está en el prestigio, en aparecer como persona destacada, en pertenecer al Jet Set. El honor del ser humano está en el servicio permanente y desinteresado a los demás. Pues, la mayor «gloria de Dios es que el ser humano viva». Si permanecemos fieles al Señor y fieles en el servicio al prójimo, cuando venga el Dueño de la casa nos hará sentar junto a Él en su misma gloria, viéndonos honrados incluso ante los mismos espíritus celestiales.
Hoy celebramos a san Alonso Rodríguez. En la ciudad de Palma de Mallorca, este hombre sencillo y humilde, al perder a su esposa e hijos, entró como religioso en la Compañía de Jesús —Jesuitas— y estuvo como portero del colegio de aquella ciudad durante largos años, desde el año 1572 hasta el 1610 que hacen casi cuarenta años, mostrando una gran humildad, obediencia y constancia en una vida penitente. Este humilde y santo portero fue durante su vida un foco radiante de espiritualidad de la que se beneficiaron tanto los superiores que le trataron como los novicios con los que tuvo contacto; un ejemplo representativo está en San Pedro Claver, el apóstol de los esclavos. Con sus cartas ejerció un verdadero magisterio. Su lenguaje era sencillo y el popular de la época, pero lograba páginas de singular belleza al tratar temas de mayor entusiasmo. La santidad que describe en sus escritos no es aprendida en los libros, es fruto de su experiencia espiritual. Lo único que buscó siempre fue agradar a Dios con el juicio verdadero del mismo Dios y de la propia conciencia, y no la opinión ajena. Así nosotros, hagamos siempre el bien sólo por Dios y por los demás, sin buscar la alabanza ni temer el vituperio. La gloria de Dios es nuestra mayor gloria. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.