Yo creo que para todos es una riqueza el ir recorriendo, en estos días de Pascua, el libro de los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura de Misa. Allí nos encontramos con los gozos y las alegrías de aquella primera comunidad cristiana que nos alienta a vivir la fe en Cristo muerto y resucitado para nuestra salvación. Pero allí también nos topamos con una serie de dificultades que atañen al crecimiento y desarrollo de la Iglesia y que, de igual manera, nos impulsan a trabajar por vencer toda clase de dificultades inherentes a la vida de toda comunidad eclesial. Hoy el escritor sagrado (Hch 15,22-31) nos narra cómo peligra la convivencia entre los miembros judíos y los no judíos que iban integrando la Iglesia; los problemas a veces se presentaban, como hoy, en torno a temas como el matrimonio y las conductas desordenadas de carácter sexual. El desarrollo de la polémica, el contenido de la carta a la que alude el texto y la resolución final hoy las leemos, con acierto, como una manifestación más de la fuerza del Espíritu Santo en el acontecer diario del Pueblo de Dios que sigue peregrinando buscando establecer en el mundo los criterios de Cristo. El Espíritu Santo sigue siendo el principal protagonista de la comunidad de seguidores de Cristo Jesús y su mejor impulso para mantener su ser y quehacer misionero.
Las letras de esta carta a la que la lectura se refiere tratan de facilitar la mutua convivencia entre los cristianos judíos y griegos, porque tratan de crear un ambiente de caridad que facilite la unión, elementos necesarios en el cristianismo. El trabajo apostólico precisa del impulso del Espíritu Santo y de un clima de libertad para discernir que este mismo Espíritu supera a los preceptos, sean éstos de la Vieja Ley o de cualquier grupo de la gentilidad. Porque parece que esta carta está dirigida a los gentiles para avalar la apertura del nuevo Pueblo de Dios a toda la humanidad, pues es «urgente», que Cristo reine en el mundo entero (Cf 1 Cor 15,25). El Evangelio tiene vocación de ayudar a vivir en el amor a toda criatura, sean cuales fueren los países y las culturas en donde habite. Y la comunidad creyente debe secundar al Espíritu, dador de vida, y no de suplantarlo y ni mucho menos de silenciarlo. EN sus estudios y meditaciones, la beata María Inés escribe: «Los infieles (refiriéndose a los gentiles), también quieren que los enamores. ¡No temas Jesús! Serán muy fieles a tu amor. Esas razas que todavía no son tuyas, si tú vas a ellas, serán santos» (Estudios y meditaciones).
Cristo Jesús ama a todos como el Padre lo ama a él; su amor debe llegar a todas las naciones porque así lo quiere Él mismo. Cristo busca seguidores de todo tiempo y lugar, por eso, su nuevo y mayor mandamiento es el amor (Jn 15, 12-17). En una audiencia general, san Juan Pablo II, refiriéndose a este tema, expresaba algo que creo puede alentarnos a seguir en esta tarea incansable de esparcir el amor de Cristo desde nuestro ser y quehacer de cada día. El santo Papa decía: «Este es el patrimonio de santidad que Jesús dejó a su Iglesia. Todos estamos llamados a participar de él y alcanzar, de ese modo, la plenitud de gracia y de vida que hay en Cristo. La historia de la santidad cristiana es la comprobación de que, viviendo en el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas, proclamadas en el sermón de la montaña (cf. Mt 5, 3-12), se cumple la exhortación de Cristo, que se halla en el centro de la parábola de la vid y los sarmientos: «Permanezcan en mí como yo en ustedes... el que permanece en mí y yo en él, éste da mucho fruto» (Jn 15, 4-5). Estas palabras se realizan, revistiéndose de múltiples formas, en la vida de cada uno de los cristianos y muestran así, a lo largo de los siglos, la multiforme riqueza y belleza de la santidad de la Iglesia, la “hija del Rey”, vestida de perlas y brocado (Cf. Sal 44/45, 14)» (Audiencia General del 19 de octubre de 1988). ¡Tenemos mucho que hacer! Fruto de la Pascua es el amor que ha de llegar a toda la humanidad. Un amor que ciertamente no es fácil porque no es un amor cualquiera el que el Resucitado nos encomienda. Él se había puesto a sí mismo como modelo entregándose por los demás a lo largo de su vida: «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Es un amor que llega al extremo pues, un amor como el que podemos ver en María, sobre todo en este mes de mayo en que se nos invita a pensar cada día en ella. Termino la reflexión de hoy con unas palabras de San Alfonso María de Ligorio dedicadas a Ella, la Madre del «Amor Hermoso» que llaman alguno a Cristo: «Si juntáramos el amor de todos los hijos a sus madres, el de todas las madres a sus hijos, el de todas las mujeres a sus maridos, el de los santos y los ángeles a sus protegidos: todo ese amor no igualaría al amor que María tiene a una sola de nuestras almas». ¡Bendecido viernes para ti y para todos, esparciendo el amor de Cristo al estilo de María!
Padre Alfredo.
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