Si en el tiempo
de los primeros cristianos, Roma era la capital administrativa del Imperio,
Atenas seguía siendo la capital filosófica. En ella se discutían las grandes
corrientes del pensamiento de aquellos tiempos. Nuestra reflexión de hoy nos
lleva allá, a donde Pablo, con dos o tres cristianos, llega a predicar (Hch
17,15.22-18,1). Atenas era una ciudad de un medio millón de habitantes, con una
cultura inhumana en la que los esclavos y los pobres constituían los dos
tercios de la población. Una ciudad cosmopolita en la que se mezclaban y se
enfrentaban todas las razas. Una ciudad depravada donde alardeaban cínicamente
todos los vicios habidos y por haber. Y con todo, guiado por el Espíritu, San
Pablo se lanza allá. A nosotros, que con mucha frecuencia nos encontramos
también ante la angustia de dar a conocer el evangelio a un mundo masivamente
paganizado, como esta selva de cemento y otras tantas ciudades así, nos hace falta
la fuerza y la resistencia que a San Pablo daba el Espíritu Santo para poder
introducir el evangelio en el corazón del mundo. El Areópago era la «plaza
central» de Atenas. El lugar donde se reunían los filósofos y los estudiantes
para discutir. Allí, Pablo, de pie, con entereza y gallardía predicó uno de sus
discursos más completos y emotivos con un tema basado en «El Dios desconocido». Pero, como él mismo se dio cuenta más
adelante... ¿es mediante discursos cómo el cristiano debe abordar el mundo
pagano o ateo? ¿No será necesario más bien comenzar por insertarse en el mismo
corazón de las actividades humanas y vivir de tal manera que se predique con
ejemplo y un estilo de vida?
¿Cómo podremos
anunciar a Cristo a la juventud de hoy, o a los alejados, o a los agnósticos? ¿Qué
medios podremos utilizar? ¿Cómo podremos ayudarles a pasar del mero
materialismo a una visión más espiritual de la vida y del destino sobrenatural
que Dios nos prepara? ¿Cómo podremos tomar como puntos de partida tantos valores
que hoy son apreciados, como la justicia, la igualdad, la dignidad de la
persona, la ecología, la paz, para pasar claramente al mensaje de Jesús y
proponerles su persona y su Evangelio como la plenitud de esos y de otros
valores? Para Jesús también fue difícil predicar, sus seguidores muchas veces
no captaban bien lo que les decía: qué clase de mesianismo era el suyo, cómo se
podía entender la metáfora del templo destruido y reedificado, por qué entraba
en su camino redentor la muerte y la resurrección, qué significaba la
Eucaristía que prometía. Cristo es la verdad, y la verdad plena, pero, la
inteligencia y comprensión de esa verdad, por parte de los suyos, se deberá al
Espíritu Santo, después de la Pascua y de Pentecostés: «cuando venga él, el
Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad plena» (Jn 16,13).
No sabemos, al
igual que aquellos atenienses, comprender la trascendencia del mensaje de
Cristo (Juan 16,12-15). Amor, servicio, compasión, son palabras sencillas de
decir, pero conceptos difíciles de asumir y hacer vida. «De esto te oiremos
hablar en otra ocasión» le dicen a San Pablo al terminar su elocuente sermón.
Hablar de Jesús y sus intereses hoy sigue siendo tremendamente difícil. Sobre
todo en un mundo a veces tan vacío de espíritu y sobrado de materia. En un
mundo tan increyente en lo divino y tan idólatra en lo humano. ¡La Atenas de
ayer y el mundo de hoy se parecen más de lo que creemos! El orgullo por el
progreso y la cultura conquistada embotan mentes y ciegan corazones. La verdad
sobre Dios o el acontecimiento de la resurrección suenan a broma o a
curiosidades de mejor ocasión para muchos, incluso algunos cercanos a nosotros.
Pero el apóstol nunca debe resignarse a acallar al Espíritu que lo impulsa.
Quizá la clave no sea intentar convertir a las elites de la cultura con
palabras como he dicho, sino inmiscuirse dando testimonio de vida cristiana en el
templo, junto al río, en la cárcel o en la plaza de Atenas como Pablo. Lo
importante es anunciar a Cristo dejando que entre en nuestras vidas y en las de
los demás, no sea que como Lope de Vega terminemos por responder: mañana le
abriremos para lo mismo responder mañana (Soneto XVIII, Rimas sacras). No dejemos
para más tarde el anuncio de la Buena Nueva que podamos dar hoy. Abramos la
puerta al Espíritu y dejémonos acompañar por la Madre de Dios que se encaminó
presurosa. Abramos el corazón a un Espíritu que, además de defensor y abogado,
es maestro... porque Él nos guiará hasta la verdad plena. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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