Entre días de asueto y de intenso trabajo que se han entremezclado en estas dos últimas semanas, como a la velocidad del rayo, llegamos a un viernes más. La semana se acaba y el «weekend» —como dicen los vecinos de arriba— llega. A esta misa velocidad va la Pascua, cuya sexta semana estamos por terminar, para celebrar el próximo domingo ya la fiesta de la ascensión, y el siguiente, el 20 de mayo, Pentecostés. Con las mismas prisas de hoy, porque el reloj corre siempre al mismo ritmo, los primeros cristianos esparcían las semillas de la fe a tiempo y a destiempo (2 Tim 4,2). Con el ansia en las venas por extender el Evangelio, San Pablo llegó a Corinto y se encontró con Aquila y Priscila (Hch 18,1-4) leíamos ayer en Misa. Esa ciudad, estratégicamente situada en el istmo que une a Grecia continental con la isla del Peloponeso, resultaba un espacio ideal de comunicación norte-sur por el istmo y este-oeste por sus dos puertos Céncreas y Lejeum. Corinto había sido totalmente arrasada por los romanos en el 146 a.C. y estuvo abandonada un siglo, hasta su reconstrucción por Julio César en el año 44 a.C. como colonia romana y ciudad comercial, de población romana y latina como puerto cosmopolita.
Aunque esa metrópoli tenía mala fama por su inmoralidad y sus fuertes contradicciones de clase, acogió a todos los que, con Aquila y Priscila, habían huido de Italia lidiando con la persecución a causa de su fe y bajo la protección del Señor, se fueron abriendo espacio en medio de un paganismo tan agresivo como seductor, para que allí pudiera nacer una comunidad cristiana en la que san Pablo permaneció un año y medio (Hch 18, 9-18). ¡Qué locura, una comunidad en torno al misterio de la Resurrección en medio de un pueblo saturado de religiones y filosofías, capaz de tragarse todo menos una cosa, que alguien pudiera vencer a la muerte! Para esa locura, que es también la que hoy necesitamos, se requería un empuje especial, una gracia particular, por eso Dios quiso hablarle en aquella visión nocturna a nuestro querido apóstol San Pablo. Por cierto, si alguien ya vio la película «Pablo, Apóstol de Cristo», entenderá más toda la situación de persecución que se vivía. Y si no la han visto, vale la pena verla para darse cuenta de que la persecución a causa de la fe no es algo del pasado y que los retos al tratar de llevar la fe en las grandes ciudades, traen las mismas implicaciones que en aquellos tiempos. Corinto hoy se llama New York, Amsterdam, París, Ciudad de México, Bogotá, Sidney, Buenos Aires, Londres, Tokio... Corinto es todo el mundo actual embriagado de placeres pasajeros y teorías superficiales; es todo mundo desesperado y hambriento, despiadado y anónimo, en el que todo parece posible menos el amor, y en donde todo parece tener espacio menos la fe.
Pero allí, en medio de este mundo carcomido por el neopaganismo, la fe crece o resurge. Este mundo, este inmenso «Corinto» nos hace llorar cuando nos hiere y cuando se hiere alejándose de Dios y abriendo grandes espacios en donde ha embonado el mal. Pero Jesús nos dice que no serán en vano esas lágrimas ni caerán en el vacío. No sólo el viento escucha nuestros gemidos, con ellos somos semejantes a la mujer que da a luz (Jn 16, 20-23). De nosotros, aunque con llanto, va naciendo un mundo nuevo, el mundo pensado y amado por Dios que siempre nos escucha. Jesús emplea esta imagen de la mujer en torno al parto —tan común en la Biblia (ver Is 13, 8; Mt 24, 8; etc.)— para expresar la situación de su pequeña comunidad en el mundo. La comunidad de los discípulos–misioneros de Cristo es como una madre que se preocupa y está triste antes de dar a luz a tantos seres humanos por la fe en Dios Padre y en su Hijo Jesucristo; es como una mamá que se alegra cuando puede reunir en torno a la mesa del Señor a todos los hijos fruto de su fecundidad misionera. La misión que deja en herencia Cristo a los Apóstoles y el testimonio de San Pablo en Corinto, nos desafían a repensar hoy la vida de la Iglesia en las grandes urbes del mundo, estas inmensas «selvas de cemento» que interpelan a los misioneros de hoy. Analicemos la actitud subjetiva y el objetivo de San Pablo en Corintio y toda su estrategia misionera. Especialmente reflexionemos sobre el trabajo manual de Pablo, su trabajo en equipo, su inserción en las casas, su visión nocturna de Cristo, la persecución y su relación con las estructuras de la ciudad... Acercándonos al final de este tiempo pascual, debemos renovar la alegría que nos da el anunciar la Buena Nueva que llena a la Iglesia de alegría por la resurrección de Jesucristo y hacer que eso sea el impulso que nos anime a evangelizar sin cansarnos, bajo el cuidado materno de María. ¡Bendecido viernes para ti y para todos con reto de llevar a Cristo a nuestros ambientes!
Padre Alfredo.
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