viernes, 25 de mayo de 2018

«Paciencia al estilo de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy



En el mundo en que vivimos y por muy diversas situaciones en las diversas naciones que conforman nuestra globalizada sociedad, pululan diagnósticos nada optimistas de la realidad sociocultural y en medio de todo esto, no podemos ser los miembros de la Iglesia como una especie de «ave de mal agüero» que acreciente tales dictámenes. El hombre la mujer de fe, discípulo–misionero de Jesús de Nazareth, está obligado a identificar en el mundo actual los verdaderos signos de los tiempos, los puntos de apoyo de una esperanza que sabe muy bien que la frivolidad, el glamur, la vanidad y la banalidad nunca tendrán la última palabra —aunque estén muy en boga— ni serán el mejor perfil del buscador de Dios. La espera del Señor nunca fue fácil, ni en tiempos de Santiago ni ahora; por eso se impone una espera activa, una paciencia creadora que, en clave de constancia, desea construir una historia plagada de Evangelio. 

El proyecto de Jesús aún en nuestros confusos días sigue siendo el de establecer el Reino de Dios, el que tiene que decantarse entre nosotros como una experiencia de gracia, como una apuesta de fe; porque el Señor cumple siempre sus promesas y entre sus hijos son muy conocidos sus detalles de fidelidad. Los profetas y Job son un buen exponente del tiempo de gracia que media entre la siembra y la cosecha, quedando bien claro que la cosecha la establece el Señor, el dueño de esta mies, del mismo modo que escogió para cada uno de nosotros el momento de sembrar. El Señor es el que dicta el tiempo, sabe dar a nuestro tiempo la fecundidad que los creyentes no podemos dejar de ejercer «apanicados» por lo que sucede en el entorno. Santiago nos invita a jugar bien nuestro papel (St 5,9-12). Este hombre sabio nos incita a ejercer la paciencia y la constancia, poniéndonos delante el ejemplo de tantos profetas y creyentes —en especial a Job, el prototipo bíblico de la paciencia— que supieron soportar todas las pruebas de la vida fiándose de Dios y no quedaron defraudados. 

Yo creo que en medio de un mundo que se debate entre tantas cosas como contiendas electorales, el acomodo de economías, el quebrantamiento de derechos y muchas cosas más, no vale la pena amargarse la vida con críticas, ataques personales o de grupo, protestas y luchas que siempre son una tentación, dividen más y son muy diversas a las marchas silenciosas en donde ese callarse habla y expresa más que cualquier grito o las declaraciones que se hacen en el momento justo por quienes corresponde con educación y acierto. De la misma manera que Dios tiene paciencia con nosotros, así nosotros la debemos tener en la vida. Él no nos fallará, basta, como dice Santiago con el «sí» y el «no», cuando deben pronunciarse o demostrarse. La historia nos demuestra que no todo es fracazo, caos y confusión, sino que hay dichas, grandezas humanas, valores de redención y de amor... que nacen de la prueba. Atenerse a lo que el caos va marcando es olvidar el impulso de la vida. De lo que se trata para nosotros es de aproximarnos a lo que es el anhelo de Dios: el amor, que es más exigente que cualquier ley. Pero para conocer la gran intuición de Dios es preciso retroceder a los comienzos, cuando, por ternura, sacó de la tierra al hombre y a la mujer para que correspondieran a su amor. Para Dios, amar fue, en primer lugar, hablar nuestro lenguaje, para Dios, amar es mantener la única palabra que nosotros podemos comprender, el lenguaje de nuestra carne, por eso ve Él el matrimonio como muchos no lo ven, mostrándonos, como en el Evangelio de hoy (Mc 10,1-12) que siempre necesitamos hablar el lenguaje del otro. Para Dios, amar es hacerse vulnerable, pedigüeño. Él no permaneció en el cielo de su indiferencia ni nos ha programado como hacemos nosotros con las computadoras de hoy. No nos bajó el amor como un programa que se descarga de Internet. Nos ha puesto en pie, libres y creadores para «ensayar» el amor eterno desde aquí, desde este mundo. Hay que volver, quizá, a descubrir la regla de nuestra vida, que es lo mismo que volver a aprender a vivir de esperanza. El amor es fecundo, suscita, resucita, saca a flote, perdona. El amor espera con el otro y por eso el matrimonio, a pesar de los pesares y de que algunos hayan caído en las diversas trampas que el enemigo pone en medio de tanta confusión que vivimos, seguirá siendo el reflejo del amor de Cristo y la Iglesia. ¡Qué María Santísima, a quien acabamos de celebrar como «Madre de la Iglesia» nos ayude a vivir el proyecto de su Hijo Jesucristo, el «Sumo y Eterno Sacerdote» de nuestro ser y quehacer en este mundo por el que vamos de paso!... y ya es viernes.

Padre Alfredo.

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