Escrita alrededor del año 64 d.C. —después de las cartas de san Pablo y antes de los Evangelios— la primera carta de Pedro está centrada en el tema del «bautismo». Esta Epístola es tal vez una homilía pronunciada en una Vigilia Pascual en la que, como en muchas comunidades actuales, se tenían los bautizos de catecúmenos adultos. La estaremos leyendo hasta el viernes y hoy la liturgia de la palabra toma la introducción(1P 1, 3-9). La carta se abre con un himno que expresa a la perfección los sentimientos que invadían el corazón de los nuevos bautizados y que residen en la Resurrección de Jesús: regeneración, renacimiento, renuevo de vida, esperanza. En medio de un período de persecuciones, la carta quiere ser un instrumento para dar ánimos a los cristianos, sobre todo a los neófitos, para que empiecen a vivir el nuevo estilo de vida de Cristo recordándoles la fuente de su identidad cristiana, el bautismo, y su pertenencia a la comunidad eclesial.
Resucitando a Jesús de entre los muertos y ofreciéndonos después el bautismo como inicio de una nueva vida, el Padre nos ha puesto en el mejor y más seguro camino de salvación, Él nos hace, por la acción del Espíritu Santo, herederos de una herencia que está a muy buenos cuidados, porque nuestra garantía está en el cielo y se llama Cristo Jesús, a quien seguimos como discípulos–misioneros. La introducción de la carta de Pedro, está llena de optimismo: resurrección, nacimiento nuevo, esperanza, alegría, fuerza, marcha dinámica de la comunidad hacia la salvación final. Y hay que leerla sin descartar que pueda haber momentos de sufrimiento y prueba, porque con la fuerza de Dios podemos superarlo todo. En la situación actual que vivimos como personas, como familias, como país y como mundo globalizado, nos puede resultar estimulante que Pedro nos diga que tenemos mérito en amar y seguir a Cristo sin haberle visto ni haber sido contemporáneos suyos. Así, tendríamos que recordar más nuestro bautismo.
Por su parte, el evangelista nos presenta, en una simpática escena (Mc 10,17-27), la invitación que el Maestro hace a un joven para renacer a una nueva vida y vivir todas estas propuestas que Pedro en su carta desarrolla. Cristo le invita a poner al Dios del Reino y al Reino de Dios en su seguimiento como número uno y por encima de sus propias posesiones —que, según parece, no eran pocas—. Ante esta invitación me imagino al muchacho frunciendo el ceño, como algunos jóvenes de hoy aferrado a sus siempre pobres posesiones para marcharse pesaroso porque no se puede desprender, estropeando así la mirada de ternura que había suscitado en Jesús y prefiriendo seguir en sus propias seguridades. Su búsqueda de la vida estaba subordinada a su propia seguridad, que usurpaba el papel de Dios. ¡Qué cosas! Esto no es que solamente pueda suceder a alguien jovencito, sino también a los grandulones que estamos más que bien instalados en un cúmulo de seguridades que cuando las analizamos no valen la pena. Y eso seamos ricos o no, porque puede haber otro tipo de seguridades que sean nuestro irrenunciable tesoro. No podemos olvidar que nuestro tesoro está, donde está nuestro corazón (Mt 6,21). Y, desde ahí, nos tenemos que preguntar: ¿Está nuestro corazón en el Dios del Reino y en la búsqueda del Reino de Dios como algo irrenunciable? ¿Hay algunas otras seguridades que nos impiden el acceso a la vida en plenitud? ¿Cuáles son éstas? ¿Estamos dispuestos a renunciar a estas falsas seguridades? ¿Si no lo estamos en este momento, esperamos que Dios nos cambie el corazón, puesto que para Él nada hay imposible? La verdadera riqueza y la seguridad definitiva se encuentran sólo en Dios, que actúa a través de la solidaridad y el amor mutuo de la comunidad de Jesús que vive en torno a la herencia que el Resucitado ha dejado, como Pedro nos lo va mostrando. ¡Con razón María se sabe dichosa! ¡Con razón puede exclamar que la llamarán bienaventurada todas las generaciones! Iniciamos así la semana laboral y académica que ayer, litúrgicamente iniciamos. ¡Bendiciones!
Padre Alfredo.
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