sábado, 26 de mayo de 2018

«Hay que orar siempre y en toda circunstancia»... Un pequeño pensamiento para hoy


En este mundo tan ajetreado, no es fácil recogerse en los sentidos y entablar ese necesario diálogo con Dios en la oración y menos cuando las cosas en nosotros o en quienes están a nuestro lado no van bien. Al creyente actual le urgente buscar espacios a lo largo del día para serenarse y dialogar con el Señor cuidando y manteniendo la disposición interior adecuada para vivir en la presencia de Dios sintonizando con su voluntad. A través de la oración el hombre y la mujer de fe reciben la gracia de Dios para afrontar la vida con ilusión y entrega, venga ésta como venga. Es en la oración donde se pueden encontrar las fuerzas para llevar adelante la lucha de todos los días experimentando esa presencia profunda de nuestro Dios que da valor auténtico a todo lo que vamos viviendo, incluso los momentos más duros, cuando la enfermedad y el dolor se hacen presentes y parecen no soltarnos. Es verdad que el Señor Jesús nunca se quejó, que nunca se rebeló ante el sufrimiento, ante el dolor del alma o del cuerpo pero lo sufrió. Con su propia vida y su entrega él, subiendo a la Cruz, experimentando el terrible dolor de un crucificado que antes había sido azotado y coronado de espinas, nos enseñó que el dolor tiene un sentido. «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8,17; cf Is 53,4). Y hoy, la carta del apóstol Santiago toca este tema (St 5,13-20). 

El cristiano sabe que la enfermedad no es una maldición, sino un medio de santificación para el enfermo y para quien cuida de él, un medio para acercarse más a Dios. Pero ¿cómo? Desde que Jesús ofreció su dolor para la salvación de todos nosotros, cualquier persona puede ofrecer su enfermedad por su salvación o por la de los demás. La enfermedad y el dolor, adquieren así un valor que en si mismo no poseía. Además, la enfermedad puede también ayudarnos a que nos preparemos mejor para nuestro encuentro con el Señor de nuestra vida. Jesús, en una muestra más de amor, quiso dejarnos el sacramento de la «Unción de los enfermos» para vivir mejor estos momentos acompañados de la oración. Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros y quienes les acompañan, es la Iglesia entera quien encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve si es su voluntad, y los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo contribuyendo, así, al bien del Pueblo de Dios. Este pasaje de hoy, en la primera lectura, se ha interpretado siempre como un primer testimonio del sacramento cristiano de la Unción de enfermos: «¿Está enfermo alguno de ustedes? Llame a los presbíteros de la Iglesia y que recen sobre él, y la oración de fe salvará al enfermo y el Señor lo curará». 

Lo cierto es que no solamente en esos momentos del sacramento de la unción necesitamos orar —aunque muchos lo hacen solo en esas ocasiones—. La beata María Inés decía que la oración era para ella lo que el agua para el pez o el aire para el ave... ¡es decir, algo definitivamente esencial! «La oración es la vocación esencial de mi vida», escribió en sus Meditaciones (f. 518). Y esa oración, ha de ser la oración confiada como la de un niño que todo lo espera de su padre porque sabe —aunque a veces quiera hacer sus caprichos— que le dará siempre lo mejor, lo que más convenga. ¡Con razón Jesús pone el ejemplo de los niños (Mc 10,13-16) para entrar en el «Reino de los cielos». Al adulto de hoy no puede bastarle haber conquistado la luna, domesticado el átomo clonar la vida... esa búsqueda incesante nunca terminará y es más, nunca le llenará. No fuimos creados para quedarnos en este mundo y hacerlo nuestro, sino para dominarlo e ir más allá. Por eso es preciso que el hombre sepa distinguir siempre «el bien del mal», y mantenga un corazón de niño que se ilusione, que domine sus violencias y sus instintos, que se abra al amor de Dios como un niño lleno de confianza. Y eso, eso solamente puede alcanzarlo quien ora, quien sabe que todo viene de Dios y que cada día hay que caminar en la voluntad del Padre en un tono, como decía santa Teresa de Ávila «de amistad con Aquel que sabemos que nos ama». «La oración intensa del justo puede mucho», dice Santiago (St 5,16); con razón María Santísima alcanzó tanto, con su «sí» al Señor lo dijo todo, con su «hágase» caminó en una oración perenne en una vida que cada sábado de manera especial ilumina nuestro ser y quehacer de discípulos–misioneros. A ella, la mujer de fe, la mujer que es maestra de oración, digámosle en oración este día y siempre: «Dulce Madre, no te alejes, tu vista de mí no apartes... haz que me bendiga el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo. Amén». ¡Que tengan un estupendo sábado encontrando un momento para orar y haciendo de todo su día una oración! 

Padre Alfredo.

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