Leyendo este relato de los Hechos de los Apóstoles imagino aquellos primeros días en que la fe llegó a este México lindo y querido y las dificultades que los primeros evangelizadores encontraron. Algo quizá muy parecido a lo que Pablo y aquellos primeros cristianos vivieron. San Pablo se adaptaba a las circunstancias que iba encontrando. A veces predicaba en la sinagoga, otras en una cárcel, o junto al río, a la orilla del mar o en la plaza de Atenas. Si le echaban de alguna parte, se iba a otra. Si le aceptaban, se quedaba hasta consolidar la comunidad. Pero siempre anunciando a Cristo. Así la comunidad cristiana —en su nivel universal y en el local— deberá tener tal convicción de la Buena Nueva que, conducida por el Espíritu de Jesús, no conocerá barreras, y anunciará la fe en Asia y en Europa, en África y en América y hasta llegar a la lejana Oceanía. En grandes poblaciones y en el campo. En ambientes favorables y en climas hostiles. En la escuela y en los medios de comunicación... El Apóstol de las Gentes nos cuenta hoy cómo busca, a la orilla de un río, a unas personas piadosas —sobre todo mujeres, que siempre están dispuestas como Magdalena, la Apóstol de los Apóstoles a nacer y crecer en la fe— que se reúnen allí para orar. Dios «abre el corazón» de una de ellas llamada Lidia, vendedora de púrpura, para que se convierta. Será ella la primera mujer de otro continente que creerá en Jesús. Una mujer hospitalaria, que invita a Pablo y los suyos a hospedarse en su casa, porque sabe que a quien invita es a Cristo Jesús.
El Evangelio de hoy (Jn 15,26–16,4), nos narra cómo los integrantes de las primeras comunidades de católicos se presentaban como testigos fieles del resucitado que comunicaban, ante todo, una experiencia de vida. Sus palabras encendían la luz de la verdad allí donde se iban estableciendo y vivían, a pesar de los opositores que encontraban, fieles en el amor a la verdad y en la amistad con Jesús. Esta actitud les fue ayudando a hacer frente al embate judío en aquellos tiempos y al embate de la indiferencia religiosa de muchos en el tiempo que a nosotros nos toca vivir. Los primeros cristianos no se quedan en su casa como muchos creyentes de ahora, ellos salían, se ponían en camino, iban «Ad gentes» (hacia las gentes), conscientes de que todo el que va, se está vaciando de su seguridad para abrirse al otro. Leyendo y reflexionando en la liturgia del día de hoy creo que a nuestra evangelización actual le hace falta a menudo esta audacia de aquellos primeros para ir a los lugares a donde está reunida la gente. A veces, los relatos más simples de la Escritura y los hechos y dichos de los primeros misioneros en todas las naciones, esconden luces que pueden iluminar el caminar. En el ambiente en el que vivimos, sin alardes, tenemos que salir al encuentro, trabar conversación con los que no creen, con los que han sacado a Dios de su vida o han olvidado a Cristo como centro de su existir. Tal vez si dejándonos guiar por el Espíritu, contamos nuestra experiencia o dejamos una constancia de nuestras vivencias, como hicieron San Pablo en casa de Lidia o el padre Juan Díaz al celebrar la primera Misa en México, logremos que se abra el corazón de algunas personas a nuestro alrededor. Que María, que se encaminó «presurosa» siempre que era necesario como en las montañas de Judea o en Caná, nos ayude a no guardarnos la fe, sino a que aún en medio de la indiferencia o la persecución, la compartamos. ¡Bien decía San Juan Pablo II: «la Fe se fortalece dándola! Feliz inicio de semana académica y laboral para todos, siendo misioneros aquí, en donde el Señor nos ha puesto este lunes.
Padre Alfredo.
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