La Iglesia, es el pueblo de los redimidos por la sangre de Cristo; la Iglesia es también la esfera donde el Espíritu Santo ejerce de manera privilegiada su acción santificadora de la humanidad; la Iglesia es, finalmente, la heredad particular que el Padre se reserva para manifestar la gloria de su nombre. Y para realizar este triple designio, la Trinidad confía la Iglesia a hombres que son llamados a «pastorear» el pueblo de Dios. Pastores valientes que han sido llamados por Cristo de la misma manera en que llamó a los doce: «para estar con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). Pastores sencillos que deben comunicar la santidad del Espíritu a sus semejantes. Pastores comprometidos que deben responder de la Sangre de Cristo derramada por sus hermanos y velar por la integridad del dominio del Padre. Pastores que, viviendo en la alegría del Evangelio, están al servicio de la comunidad, cuidando su propio estilo de vida que implica una responsabilidad y un testimonio. San Pablo, en la segunda parte del discurso que ayer empezamos a escuchar (Hch 20,28-38), nos habla de esto y nos recuerda que ser «pastor» de un rebaño, es eso y más, dejando en claro que han incluso de batirse contra «lobos», entablando un combate contra fuerzas enemigas. Por su parte Cristo en el Evangelio, en la llamada «oración sacerdotal» (Jn 17, 11b-19), se preocupa de sus discípulos, de estos que serán «pastores» y de lo que van a afrontar en el futuro. Igual que durante su vida los guardó, para que no se perdiera ni uno —a excepción de Judas—.
Jesús, en su oración, pide al Padre que les guarde de ahora en adelante, porque van a estar en medio de un mundo hostil: «no te pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal». Jesús ruega, con toda su alma, para que el Padre los preserve del mundo y del Maligno. Esto significa que la tarea del pastor, en la Iglesia Católica, es esencial para que la Iglesia marche y crezca siempre en la verdad, anunciando el Evangelio, la Buena Noticia del Reino de los Cielos. Por eso Jesús habla de que así como él fue enviado al mundo, a dar la Buena Noticia a los pobres, así también él envía a sus discípulos a que hagan lo mismo. La tarea de «evangelizar» al Mundo habrán de entenderla los pastores como una misión para hacer saber a todos que Dios nos ama y camina a nuestro lado. En la parroquia de Fátima, hoy celebramos a un pastor que es incansable, un hombre que es tenaz y que está lleno de Dios para darse siempre a los demás en esta misión evangelizadora que conduce a la «Verdad». Hoy es el XXVIII aniversario de la Ordenación Sacerdotal de nuestro párroco, Mons. Pedro Agustín Rivera Díaz, a quien hace veintiocho años el Señor Jesús lo llamó a ser «pastor» y le confió el don sacerdotal, con el firme propósito de hacer presente en medio de su pueblo el Reino de los cielos, de manera que buscando la gloria de Dios y la santificación de los hombres, ejerciera en el mundo, el ministerio del amor. Hoy, la alegría de aquel día se renueva y se aviva entre nosotros, sobretodo porque el Señor, sigue siendo fiel a sus promesas y, su deseo de congregar a todos en un sólo rebaño y bajo un sólo pastor, es para la Iglesia el cometido de su misión ante el desafío de la Nueva Evangelización.
¡Muchas felicidades Monseñor Pedro, que la alegría siga siendo el impulso vocacional que te permita continuar consagrando su vida al servicio del evangelio, siempre puesta la mirada en el Señor, que le llamó después de haber orado al Padre! ¡Ten la seguridad y la confianza de que el primero que ora por ti al Padre del cielo es el mismo Jesucristo que te llamó! Además, la Santísima Virgen María, madre de los sacerdotes —aquí en esta parroquia, bajo la advocación de Nuestra Señora de Fátima— seguirá siempre acogiéndote bajo su regazo de Madre y abogada nuestra. Nosotros, los que te conocemos y te queremos, compartiendo el gozo de tu sacerdocio, nos unimos en oración por Ti. Ahora permítanme terminar mi reflexión de hoy con una larga oración a Jesucristo, Sumo Sacerdote, pidiendo por Monseñor Pedro y por todos los «pastores» del mundo entero: «¡Oh Jesús, Pontífice Eterno!, tú que en un impulso de incomparable amor a los hombres, tus hermanos, hiciste brotar de tu Sagrado Corazón el sacerdocio cristiano, dígnate continuar derramando sobre tus ministros los torrentes vivificantes del amor infinito. Vive en tus sacerdotes, transfórmalos en ti, hazlos por tu gracia, instrumentos de tu misericordia. Obra en ellos y por ellos y que, después de haberse revestido totalmente de ti, por la fiel imitación de tus adorables virtudes, cumplan en tu nombre y por el poder de tu Espíritu, las obras que tú mismo realizaste para la salvación del mundo. Divino Redentor de las almas, mira qué grande es la multitud de los que aún duermen en las tinieblas del error, cuenta el número de las ovejas descarriadas que caminan entre precipicios, considera la turba de pobres, hambrientos, ignorantes y débiles que gimen en el abandono. Vuelve Señor a nosotros, por tus sacerdotes, revive verdaderamente en ellos, obra por ellos y pasa de nuevo por el mundo, enseñando, perdonando, consolando, sacrificando y renovando los lazos sagrados del amor, entre el Corazón de Dios y el corazón del hombre. Amén.
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario