La Iglesia es misionera por naturaleza, la vocación cristiana nace necesariamente dentro de una experiencia de misión que a veces está llena de éxito y en otras ocasiones acarrea hasta la persecución y la cárcel. Ayer, en la primera lectura de Misa nos llenaba de gozo con la predicación de los misioneros a la orilla de un río y en la casa de Lidia. En la lectura de hoy, a los misioneros les cala la persecución, la tunda y la cárcel (Hch 16, 22-34). Pero, por el «sí» dado por todo evangelizador a quien le ha llamado —es Cristo el que llama— la misión siempre es fructífera. «¿Qué debo hacer para salvarme?» Pregunta el carcelero sorprendido por el hecho milagroso del estruendo del temblor al ver que los presos no han escapado y que siguen en oración y alabanzas. Y la respuesta de los misioneros liberados milagrosamente no se hace esperar, es clara, concreta y sencilla: «Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia». ¡Cómo me recuerda esto al Venerable Cardenal François-Xavier Nguyên Van Thuân! El arzobispo coadjutor de Saigón, que sufrió la represión por parte del Gobierno comunista de Vietnam, arrestado el 15 de agosto de 1975, día de la Asunción de la Virgen, acusado de formar parte de un complot entre el Vaticano y el imperialismo para organizar la lucha contra el régimen comunista.
Durante los años en que estuvo en prisión, que fueron 13, el obispo —al que tuve el gusto de conocer y que murió de cáncer el 16 de septiembre de 2002— aprovechó para seguir el ejemplo de San Pablo y escribir cartas a los fieles desde la cárcel en pequeños papelitos que iba entregando de manera clandestina. También suscitó el aprecio de sus captores, a quienes enseñaba un nuevo idioma cantándoles en latín el Tantum Ergo, el Salve Regina, el Adorote Devote y otros. Nueve de estos años los pasó en una celda de aislamiento en donde celebraba Misa con tres gotas de vino y una de agua en la palma de mi mano. Cuando fue liberado, desterrado de su país llegó al Vaticano. En 1998 fue nombrado presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz por San Juan Pablo II. En uno de sus libros «El camino de la esperanza escribe: “Para ti el momento más bello es el momento presente (cf Mt 6, 34; St 4, 13-15). Vívelo en la plenitud del amor de Dios. Tu vida será maravillosamente bella si es como un cristal formado por millones de esos momentos. ¿Ves como es fácil?” (El camino de la esperanza, 997).
Por su parte, la partida de Cristo y el aparente abandono en el que deja a sus apóstoles constituye el tema esencial de la perícopa del Evangelio de hoy (Jn 16,5-11). Cristo afirma que su partida está cargada de sentido: El vuelve al Padre (Jn 14, 2,3,12;16,5), porque su misión ha terminado y el espíritu Paráclito será el testigo de su presencia (Jn 14,26;15,26). Jesús compara la misión del Espíritu con la suya; en efecto, no se trata de creer que ha terminado el reino de Cristo y que es reemplazado por el del Espíritu, sino que de hecho, la distinción reside más bien entre el modo de vida terrestre de Cristo que oculta al Espíritu y el modo de vida del que Él se beneficiará después de su resurrección y que no será ya perceptible por los sentidos, sino solamente por la fe: un modo de vida «transformado por el Espíritu» (Jn 7, 37-39) que alentará el andar misionero de quienes quieran seguirle, amarle y anunciarle. Sus discípulos–misioneros no encontrarán ya una presencia física, sino una presencia espiritual que les dará fuerza en todo momento y les hará misionar en todo tiempo y lugar y bajo toda circunstancia. Con frecuencia el discípulo–misionero se encontrará con momentos duros y de incertidumbre ante una sociedad como la nuestra (cf Mt 9, 36), pero la Palabra de Dios no pasa; recorre la historia y, con el cambio de los acontecimientos, permanece estable y luminosa (Mt 24, 35). La fe de la Iglesia está fundada en Jesucristo, vivo y resucitado para nuestra salvación. Con la riqueza y a la ves la sencillez de la liturgia de hoy, con el Cardenal Van Thuân, que por cierto se sentía acompañado en la cárcel por Nuestra Señora de La Van, san Juan María Vianney, Santa Teresita del Niño Jesús y San Francisco Xavier, hoy pudiéramos decir al Señor bajo la mirada compasiva de su Madre: ¡Aumenta nuestra fe, Señor! ¡Aumenta nuestra alegría, Señor! Y que la cruz no sea nunca fuente de tristeza, sino visión de la resurrección. ¡Bendecido martes y les prometo, si Dios me lo permite, saludar a la Virgen en la Basílica de Guadalupe esta tarde de parte de todos!
Padre Alfredo.
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